Cuando Elara abrió los ojos, el aire olía a metal oxidado y humedad.
Tardó unos segundos en enfocar.
Su cabeza palpitaba como si la hubieran golpeado, y el cuerpo le pesaba.
Estaba recostada en el suelo de piedra, cubierta con un vestido de lana gruesa que no le pertenecía.
Se incorporó de golpe, el instinto gritándole peligro.
Sus ojos recorrieron las sombras... hasta que lo vio.
Barrotes.
Una jaula.
Elara gateó hasta ellos, temblando.
Sus manos se aferraron al frío metal, y su corazón empezó a latir con fuerza desbocada.
—¡No… no otra vez! —susurró. Su voz se quebró como cristal.
Golpeó los fierros con los puños. El sonido hueco y cruel le respondió.
—¡Sáquenme de aquí! ¡¿Quién me encerró?! ¡Malditos! ¡Suéltenme!
Gritó hasta desgarrarse la garganta, pero no hubo respuesta.
El eco fue su única compañía.
Las lágrimas brotaron como veneno.
Estaba sola.
Encerrada.
De nuevo una prisionera.
Apretó los dientes, su lobo rugiendo en su interior, frustrado, herido, salvaje.
“¿Esla? Esla, ¿Dónde estás? ¡Háblame!”, pero no sentía a su loba, no ahora.
***
Mientras tanto…
A kilómetros de allí, el rey alfa Jarek estaba en su despacho, con la mirada afilada como cuchillas.
El salón era amplio, con muros de piedra y enormes estanterías llenas de informes, mapas y artefactos antiguos.
La guerra se respiraba en el aire.
Jarek hojeaba documentos sobre los últimos ataques en la frontera.
Junto a él, su beta, Thoren, analizaba las grabaciones de seguridad en una tableta holográfica.
—Míralo, ahí está el emblema —señaló—. Es la manada Darkness. No hay duda: ellos están detrás de los ataques.
—Y no solo eso —añadió Jarek, su mandíbula tensa—. Usaron Famentaprol. Esa basura humana que anula la conciencia del lobo. La dejan como una cáscara vacía. Es como cazar sin honor.
Thoren asintió con rabia.
—Así capturan a los errantes… los drogados son enviados a los laboratorios, usados para experimentos. Los Darkness están colaborando con humanos, majestad. Eso ya no es una sospecha.
Jarek se incorporó, sus ojos brillaban con un rojo tenue. Era la señal de que su lobo estaba al límite.
Golpeó la mesa con fuerza.—¡Eso basta! ¿Cuántas vidas más deben pagar por nuestra paciencia?
—Aún necesitamos pruebas sólidas —intervino Thoren con cautela—. Si actuamos sin el respaldo del Círculo de Poder, podríamos quedar como agresores.
—Que el Círculo se pudra —espetó Jarek—. Ellos no han perdido a hermanos, a hijos… a compañeras. Yo sí.
En ese momento, un omega joven y nervioso entró.
—Majestad… la esclava… ha despertado.
Jarek giró hacia él.
—Tráiganla. Aquí no. Quiero verla en mis aposentos. Solo yo.
El omega asintió, tragando saliva, y salió a cumplir la orden.
—¿Está seguro de querer verla personalmente? —preguntó Thoren, sorprendido—. Puedo encargarme. No vale la pena que se arriesgue por una…
—Silencio —ordenó Jarek—. A veces, el enemigo más pequeño guarda la verdad más valiosa.
Hubo un silencio tenso.
Luego, Jarek añadió con frialdad calculada:
—Contacta a la manada Granate. Hazles creer que estamos interesados en una negociación de paz. Que huela a tregua… aunque sea falsa.
—¿Y la esclava?
—Quizás nos sirva como ficha. Podríamos intercambiarla por nuestros soldados capturados en Granate.
—¿Y si es más que una esclava?
Jarek no respondió. Solo apretó los puños.
Por dentro, su lobo se agitaba… inquieto.
Algo en ella no encajaba. Su presencia era un eco lejano que no dejaba de retumbarle en el pecho.
***
En la manada Granate…
La tensión era un monstruo rugiendo entre los muros.
Los lobos más jóvenes temblaban al ver al alfa Rael recorrer el salón con pasos de bestia, los ojos inyectados de furia y desesperación.
Su voz retumbó, cargada de frustración y rabia contenida:
—¡¿Dónde está Elara?! ¡¿Cómo pudieron dejarla sola?! ¡Maldita sea, ella era nuestra Luna!
Los ancianos, sentados en círculo, intercambiaban miradas sombrías.
Uno de ellos, el más anciano, habló con voz ronca:
—Si la Luna no regresa… si la elegida no vuelve a ocupar su lugar, la manada Granate caerá.
Sin ella, el lazo sagrado está roto. Estamos condenados.Ese silencio posterior fue peor que un aullido de guerra.
Entonces, un sonido rompió la tensión.
Un guardia exhausto llegó con un pergamino sellado con la insignia de los Rosso.—Un mensaje del rey Alfa Jarek, de los territorios del norte… hablan de un intercambio de prisioneros y un acuerdo de paz.
Rael rasgó el sello con manos temblorosas, sus ojos recorrieron el contenido con velocidad hasta detenerse.
Su rostro cambió. Se volvió gris.
—Elara… —susurró, con un presentimiento punzante—. ¿Y si ellos la tienen?
Bernard, su beta, sintió un escalofrío recorrerle la espina.
—No puede ser… ¿Cómo sabrían que ella es importante? Lo hemos ocultado tan bien.
Rael no respondió.
En cambio, se llevó dos dedos a la sien, cerró los ojos con fuerza y trató de conectar con la mente de su Luna, algo que solo podía lograr quien la había marcado.
Pero…
Nada.
Solo un vacío oscuro, un eco hueco que no le devolvía respuesta.
De pronto, un dolor profundo y desesperante se apoderó de su pecho.
Rael cayó de rodillas, jadeando, como si le hubieran arrancado el alma.
—¡Elara! —gruñó—. ¿Dónde estás? ¡¿Por qué no puedo encontrarte?!
El vínculo estaba débil. Distorsionado.
Pero la angustia… esa sí la sentía.Pero, supo que algo andaba mal, esa angustia y ansiedad no provenía de ella, sino de él, por volverla a ver. Rael nunca sintió que Elara le importara tanto como ahora.
***
Reino Rosso.
Elara abrió los ojos en la penumbra.
La celda era pequeña, apenas una grieta en la pared dejaba pasar un rayo plateado de luna.Su única compañera.
Se llevó una mano al pecho. Algo dolía. Algo dentro de ella temblaba.
Pasos.
Pasos firmes, decididos. Luego, una llave girando en la cerradura.
Un guardia alto, de ojos grises como acero, la miró desde el otro lado con una expresión severa, casi cruel.
—Ponte de pie.
—¿Qué… qué pasa?
—Tienes suerte, esclava.
Su voz era cortante, indiferente.
—Su majestad, el rey Alfa Jarek, quiere verte. Personalmente.
El corazón de Elara se detuvo por un segundo.
¿El rey Alfa? ¿Ese que arrasó territorios enteros?
¿El cazador de manadas?
¿Por qué él… querría verla?
Un sudor helado recorrió su espalda.
Cada célula de su cuerpo le gritaba que correr era la única opción, pero no había adónde huir.El guardia abrió la celda. Su mano apretaba una cadena.
Elara no pudo evitar temblar al verla.—¿Voy a morir…? —murmuró.
El guardia no respondió. Solo le ató la cadena al cuello como si fuera una bestia salvaje.
—Camina.
Elara tragó saliva, su loba aullando bajo la piel.
Algo terrible iba a pasar.
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