El corazón de Elara latía como un tambor desbocado en su pecho.
Cada latido era un grito de miedo, de culpa, de desesperación.
Frente a ella, Jarek se incorporaba del suelo con el rostro desencajado, los músculos tensos, el orgullo herido y la rabia en los ojos.
Ella no podía moverse. Estaba atrapada en ese instante, en el filo de lo irreversible.
Lo había empujado. Lo había desafiado.
Y ahora, esperaba el castigo.
Jarek no dijo nada al principio.
Caminó hacia la toalla con pasos firmes, cada uno como un trueno. Se cubrió sin mirarla, y luego se volvió con lentitud, sus ojos ardiendo como brasas encendidas.
Si las miradas pudieran incendiar, Elara ya sería un puñado de cenizas sobre el suelo de mármol.
—¡Lárgate! —rugió con una voz que hizo temblar los muros—. ¡Fuera de mi habitación!
Elara no necesitó más.
Se giró de inmediato, conteniendo el temblor en sus piernas, el nudo en la garganta, las lágrimas que amenazaban con romper su dignidad.
Salió sin mirar atrás, sin permitirle ver c