Sus lobos rugían por dentro, hambrientos, incapaces de contener la necesidad que los consumía. El aire se volvió denso, cargado de feromonas y deseo salvaje.
Apenas cerraron la puerta, él la tomó con fiereza, empujándola contra la pared como si temiera que alguien los interrumpiera.
Con una mano la sostuvo por la cintura y con la otra echó el cerrojo con violencia, asegurándose de que no hubiera testigos de lo que estaba por desatarse.
La miró a los ojos, jadeante, con ese brillo fiero que mezclaba rabia, amor y lujuria.
Ella respondió con la misma intensidad, sintiendo que el fuego que ardía en sus entrañas estaba a punto de consumirla. Sus cuerpos se reconocían, se anhelaban, se exigían.
Sin más palabras, él desgarró la tela que cubría su cuerpo, arrancando con desesperación cada prenda hasta dejarla desnuda, vulnerable y ardiente bajo su mirada.
Ella gimió al sentir la frialdad del aire sobre su piel expuesta, pero el estremecimiento se transformó pronto en un gemido de placer cuan