Capítulo: En celo

Jarek escuchó el llamado, no solo él, todos los hombres lobo, lo escucharon.

Era una súplica urgente, un clamor hormonal, una orden. Era ella. Su compañera. Su destino.

Y estaba en celo.  Lo necesitaba. A él. Solo a él.

El rugido que Severon lanzó a los cielos estremeció el bosque entero.

Sus soldados lo rodeaban, intentando razonar con él, pero él ya no estaba allí.

Su humanidad se diluía, su lobo tomaba el control absoluto.

Los lobos a su alrededor también perdieron el control al oler el celo, al escuchar a la loba.

Ellos también deseaban encontrarla, era como algo instintivo, irrazonable,

Cuando Jarek lo supo, sintió celos y rabia, Severon, su lobo, gruñó como una bestia feroz.

—¡Aléjense! —bramó, los ojos inyectados en furia, sus garras brotando a medio transformar—.

¡Quién la toque, muere!

Y lo decía en serio.

Cualquiera que se acercara a ella estaría muerto antes de emitir un segundo aliento.

Ese aullido no era solo una señal.

Era una advertencia al mundo.

La loba Esla no solo había llamado a su Alfa.

Había marcado territorio. Había exigido su unión.

Y él… iba por ella.

***

Elara cayó de rodillas, estaba desnuda, temblorosa, confundida.

Su hermana le contó sobre esto, la primera vez que se apareó con un macho, pero ahora Elara no podía pensar en ella sin sentir asco, sin que doliera.

La tierra húmeda la recibió con dureza, cubriéndola de barro y hojas podridas, pero no sintió el frío.

Un calor insoportable la abrasaba por dentro, ascendía desde su vientre como un fuego lento y salvaje, y se extendía por sus extremidades, por su garganta, por su piel desnuda que ardía como si la estuvieran consumiendo desde dentro.

—¿Q-qué… qué me está pasando? —jadeó, temblando, sus dedos hundiéndose en el barro mientras su cuerpo se arqueaba sin control.

Su cuerpo desnudo se agitaba al ritmo de su respiración entrecortada.

Sus pezones endurecidos por la fiebre interna, no por el clima.

Sus muslos húmedos, no de lluvia.

Era deseo. Pero no uno humano. No uno normal.

Era animal. Primitivo. Imparable.

—Esla... —susurró, con la voz quebrada—. Esla, algo malo está pasando en mí...

Pero su loba no respondía con palabras.

Aullaba.

Aullaba dentro de su mente, como si implorara, como si gritara por auxilio... o por algo más.

Como si reclamara lo que le pertenecía. Como si por fin hubiera reconocido a quien llevaba tanto tiempo esperando.

Y entonces llegaron los recuerdos.

Como un golpe. Como una embestida cruel.

Las imágenes regresaron a su mente sin piedad, como cuchillas viejas que se negaban a cicatrizar.

Alfa Rael.

Sus manos bruscas. Su olor repugnante.

Su cuerpo encima del suyo.

El llanto contenido. La impotencia.

Su corazón quebrándose en mil pedazos mientras la humillaba y la marcaba con dolor.

Mientras todos miraban hacia otro lado.

Un sollozo se le escapó de la garganta, mezcla de dolor, de rabia, de miedo.

El cuerpo entero le temblaba. Su pasado, su herida… aún sangraba.

Pero algo interrumpió esa oscuridad.

Una presencia.

Primero fueron las pisadas. Firmes. Dominantes.

Luego… ese olor.

Maldita sea, ese olor la dominó

Lo reconoció antes de tener conciencia de qué estaba ocurriendo.

Era una fragancia densa, intensa, olía a bosque, a cedros, a sangre y brasas. No olía a otro lobo cualquiera. No olía a nadie más.

Olía a oscuridad. A poder. A destino.

Su cuerpo lo recibió antes que su mente.

Sus entrañas se apretaron, el fuego se avivó, sus muslos temblaron.

La loba dentro de ella aulló con fuerza, ahora no de dolor, sino de certeza.

Entonces su rostro apareció en su mente, como si lo hubiera conocido desde siempre.

Jarek.

El rey Alfa oscuro.

Su silueta majestuosa.

Sus ojos sombríos y sabios.

Su sonrisa feroz.

Su aura devastadora.

No necesitaba verlo para saberlo.

Él era. Su mate.

La palabra se formó en su boca antes de que pudiera detenerla.

—Jarek… —susurró entre jadeos—. Él... es mi destino...

Y al pronunciarlo, todo cambió.

El vínculo se encendió.

Un hilo invisible, vibrante, mágico y antiguo, se activó entre ellos.

Lo atravesó a él allá donde estuviera, como un rayo negro que le perforó el pecho y se clavó directo en su alma de lobo.

Y Jarek la sintió.

Él gruñó como una bestia herida, no de dolor, sino de deseo.

 Su lobo reconoció el llamado.

Y ahora nada podría detenerlo.

El vínculo había despertado.

Elara seguía en el suelo, su piel desnuda cubierta de tierra húmeda y hojas pegadas como vestigios de una naturaleza que la abrazaba y la exponía.

Ardía. Su cuerpo temblaba, no de frío, sino de un calor profundo, una fiebre salvaje que se desbordaba desde su vientre, se enroscaba en su espina y le palpitaba entre los muslos como una amenaza dulce y dolorosa.

Una necesidad insaciable. Un deseo que no podía entender… ni detener.

Y entonces, lo sintió.

La presencia.

Un lobo de pelaje oscuro emergió entre los árboles como una sombra viva.

Sus ojos rojos brillaban con intensidad bestial, y su sola mirada hizo que Elara contuviera la respiración.

No era un lobo común. Era él.

Lo supo incluso antes de que se transformara.

En un instante, los huesos crujieron, la carne se desplazó y el Alfa se alzó ante ella.

Humano. Desnudo.

Su erección imponente. Mirada devoradora.

Era Jarek.

Elara jadeó. El aire le faltaba, pero no por miedo.

Era deseo. Puro. Crudo. Irrefrenable.

Los ojos de Jarek se abrieron con sorpresa al verla. Su pecho subía y bajaba con respiraciones profundas, pero cuando ese aroma inconfundible lo alcanzó —el olor a celo, a loba fértil, a compañera predestinada—, algo en él cambió.

Su lobo rugió.

Severon y él querían tomar lo que era suyo. Y ella ahora era suya.

Ella se levantó, intentó moverse, dar un paso atrás, recuperar el control.

Pero su cuerpo no le obedecía.

Los pies parecían anclados a la tierra, el pulso le martillaba en los oídos y sus caderas temblaban con una anticipación primitiva.

Ambos estaban desnudos, ambos ardiendo.

No había juicio, ni lógica, ni palabra que pudiera detener la fuerza que los empujaba uno hacia el otro.

Era algo ancestral. Instintivo. Un llamado que atravesaba carne, alma y espíritu.

Sus lobos aullaban dentro de ellos, clamando por consumar lo que estaba escrito.

—Elara… —gruñó él, con voz ronca, profunda—.

¿Tú… la presa? ¿Eres… mi mate?

Ella no respondió. No podía.

Sus labios estaban entreabiertos, pero su garganta cerrada por la intensidad del momento.

Lo único que hizo fue mirarlo, con los ojos dilatados, el cuerpo expuesto y el deseo latiendo como un tambor en su pecho.

Jarek la devoró con la mirada.

Cada curva, cada marca de barro, cada respiro ahogado de ella lo enloquecía.

Su lobo rugía, quería montarla allí mismo, contra la tierra, fundirse con ella, reclamarla con la violencia del deseo y el instinto.

Su cuerpo la necesitaba más que al oxígeno.

Avanzó hacia ella, y sus manos grandes la envolvieron con fuerza, sin brusquedad, pero con esa energía contenida que rozaba el límite.

Elara tembló.

El aliento caliente de él rozó su cuello.

Su nariz la olfateó con suavidad, deslizándose por su clavícula como una caricia animal.

Sus labios se acercaron, iban a tomarla, a sellarla.

Pero justo entonces, ella gritó.

No fue un grito de miedo.

Fue un grito seco, rasgado. De dolor.

De algo profundo que se despertaba.

Jarek se congeló.

Sus ojos se dirigieron al lugar exacto de donde provenía ese dolor. Y la vio.

La marca.

Una mordida, marcada con cicatrices aún recientes.

Y entonces, los ojos de Jarek se oscurecieron.

Como brasas encendidas por una furia antigua.

Su lobo rugió con rabia. Rabia posesiva.

Rabia de Alfa.

Tomó su rostro, su cuello, con fuerza —sin lastimarla, pero con un dominio que estremecía— y la obligó a mirarlo a los ojos.

—¿Quién te marcó? —gruñó con una voz tan profunda, amenazante.

Luna Ro

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