Una semana después, Hester y su padre regresaron con el ejército, las banderas ondeando al viento y el retumbar de los cascos resonando por el valle.
Luna reina los observó desde la colina, los labios curvados en una sonrisa que escondía un volcán de rabia interior.
Cada fibra de su ser hervía de indignación, pero su rostro permanecía sereno, calculador.
Todo estaba planeado; cada movimiento, cada gesto, cada palabra contada con precisión milimétrica. No podía permitirse que nadie percibiera el tumulto que ardía en su pecho.
Cuando Hester se acercó, su voz firme rompió la tensión:
—Eyssa, hemos conseguido un palacio para nosotros, a unos kilómetros del reino.
La noticia hizo que un alivio tibio recorriera a Eyssa; la idea de estar lejos de Irina y Heller, de no tener que ver sus rostros arrogantes cada día, le otorgaba un respiro casi celestial.
Incluso Mahi, su madre, los acompañó, dispuesta a vigilar desde la sombra y a proteger lo que ahora pertenecía a su hija.
Pero la distancia no