El silencio en el lujoso apartamento de Seattle se sentía como un castigo, un presagio sombrío que se había colado por debajo de la puerta. Era el tipo de calma que precede a la tormenta, y a Sienna le aterraba. Ethan, su pequeño mundo, su razón de ser, dormía en el sofá, envuelto en una manta que se le antojaba demasiado fina para la batalla que libraba su cuerpo.
La recaída no había llegado con estruendo, sino con un susurro, una fiebre que se aferraba a él como un parásito, y una palidez que borraba la vida de sus mejillas redondeadas y amenazaba con tirar por tierra todos los esfuerzos hechos anteriormente.
Sienna se agachó y le tocó la frente. La piel le ardía. No era una simple fiebre la del niño. Este calor tenía un peso, una historia de dolor y esperanza rota que solo ella y Leo, su compañero destinado, podían entender.
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