"Obligada a mentir, destinada a sobrevivir." Tras una noche de excesos que dejó su memoria en blanco y el honor de su familia pendiendo de un hilo, Isabella no tiene más opción que reemplazar a su prima Alessia en un matrimonio arreglado con Benedict Arrabal, el infame heredero del clan Arrabal, conocido tanto por su frialdad luego de la muerte de su esposa embarazada, como por su peligroso encanto. Pronto descubre que la vida como esposa de Benedict es un laberinto de mentiras y amenazas constantes. Pero lo que más la aterra no es el hombre al que debe enfrentar, sino los secretos que comienzan a emerger sobre aquella noche fatídica. Suplantar a Alessia se convierte en una condena a convivir con un hombre capaz de destruirla... o salvarla. ¿Podrá Isabella mantenerse firme hasta encontrar su propio camino, o sucumbirá a la oscura atracción que Benedict despierta en ella?
Leer más“Trae a la doctora para que la inspeccione ahora mismo. No quiero contagiarme de alguna enfermedad por culpa de ella”
Aquella frase de Benedict retumba en la cabeza de Isabella mientras observa con los ojos llorosos la explanada de la mansión Arrabal desde la ventana del último piso. Su estómago está hecho nudos, no solo por el hambre que siente, sino por la forma que oyó, como se refería a ella más temprano, como si fuera una mercancía a la cual verificar su fecha de caducidad. ¿Qué clase de mujer cree es? ¿Una de esas prostitutas que se mete en su cama?
De pronto la puerta se abre e Isabella pega un brinco, su corazón se acelera, tiene los nervios destrozados. Dos mujeres y dos hombres entran en la habitación. Uno de ellos es él, su esposo. Aunque nunca antes se vieron, alguna vez vio una foto suya en una revista empresarial, y por supuesto ha oído innumerables versiones sobre él. En el juzgado tampoco se encontraron. Isabella estuvo en una sala totalmente sola por varios minutos, hasta que un juez vino con el acta que ella debía firmar, luego de que lo hizo, de nuevo la dejaron sola por varias horas. Incluso llegó a pensar que se habían olvidado de ella, pero entonces, dos hombres, ambos de aspecto desagradable, la trajeron hasta aquí.
Isabella ni siquiera se atreve a levantar la vista. No tiene que ser muy inteligente para darse cuenta de que a Benedict no le gusta ser desacatado, el aura que emana de él en estos momentos, es tan poderosa que la asfixia.
—Acuéstese, señora, la doctora va a inspeccionarla.
El otro hombre, mano derecha de Benedict, es quien ordena. Isabella lo reconoce al instante, es el mismo que fue a hacer el trato con su tío para su boda con Alessia hace tres meses.
Ella se aferra con fuerza a su vestido blanco, aquel que le pertenecía a su abuela y que le dieron para usar este día.
Con un temblor evidente en su cuerpo, camina hasta la cama y se sienta. Benedict la empuja y levanta su vestido bruscamente para dejarla expuesta frente a todos. Ella emite un pequeño jadeo ante la vergüenza. A través de sus ojos medio cerrados, Isabella todavía puede ver su rostro, esbozando una sonrisa maliciosa. La está humillando y le gusta hacerlo. Todo indica que su vida no será mejor aquí que en la casa de su tío.
—¿Acaso te avergüenza que te veamos así? —pregunta con tono de burla—. ¿No me digas que la hija única de Ricardo Morano todavía sigue pura?
Isabella se agarra de las sábanas como si fueran su última salvación. Las palabras de advertencia de su tío resuenan en su cabeza. Debe soportar, es su deber. Todo el bienestar y el honor de la familia depende ahora de ella, no puede fallarles de esa forma.
La doctora se coloca a su lado y abre sus piernas para inspeccionarla, ella gime bajo por el picor en su parte íntima. Durante unos minutos, mira, anota algo en su recetario, luego se levanta.
—Señor Arrabal, como lo sospechaba, ella ya no es virgen. Estoy llevando muestras al laboratorio para hacer algunos exámenes. Lo más seguro es que tenga alguna enfermedad de transmisión sexual, cuando tengamos el resultado, deberá seguir tratamiento. También programaré una cita para ella en la clínica para exámenes generales. Es mejor descartar todas las enfermedades posibles para evitar problemas futuros.
¿Enfermedad de transmisión sexual? Isabella está perpleja por la forma en que esa mujer se refiere a ella. ¿Cómo se atreve a asegurar eso frente a todos si ni siquiera la conoce? Rápidamente, ella coloca un cobertor para cubrirse.
Benedict asiente y pide con la mano a todos para que salgan de la habitación. Isabella permanece en la cama, sosteniendo el cobertor que la cubre como si fuese un escudo. Sus sollozos suaves irritan a su esposo.
—Tengo mucha curiosidad de saber por qué estás llorando —dice él acercándose a su lado. Sin mucha delicadeza, aparta algunos mechones de su frente—. ¿Es porque descubrí que eres una mujerzuela que se acostó con todo el mundo o porque tienes miedo de que descubra que eres en realidad una vil impostora?
La boca de Isabella se abre aterrorizada. Ella boquea un par de veces, pero no consigue decir nada coherente que la salve.
—Yo…
—¿Prefieres que te llame Isabella o Alessia? —la interrumpe Benedict con la ceja arqueada.
Él abre uno de los cajones de la mesita de noche y extrae de allí una carpeta. En ella hay mucha información de Isabella, incluso de cuando ella tenía apenas tres años y su madre estaba viva. Nunca tuvo padre, ya que las abandonó a ella y su madre cuando supo que estaba embarazada. Lo último que supo, es que él se había casado con una mujer del mismo nivel social y que vivían en el extranjero.
Cuando la madre de Isabella falleció a causa del cáncer, ella tenía apenas diez años. La jueza indicó que debía ir a vivir con su tío, hermano de su madre, y su familia. Desde ese día, nunca volvió a tener un poco de paz. Su vida era un infierno constante, debía conformarse con ser la sirviente y consumir las sobras para poder sobrevivir.
Isabella no puede detener sus lágrimas mientras recuerda su pasado.
Benedict arranca cada hoja de la carpeta mientras lee un pequeño fragmento de ellas. Los arruga y los tira en su cara. Ella se queda quieta, recibiendo cada insulto, que son como golpes a su corazón.
—¿Qué piensas decir ahora que ya sé quién eres? ¡Eres una mentirosa! ¡Impostora! ¿Eres tan codiciosa que tomaste el lugar que no te corresponde para disfrutar del dinero de la familia Arrabal? ¿O acaso la familia Murano me quiso estafar enviándome otra mujer en vez de la hija?
Esteban no suelta la mano de Megan ni un segundo desde que termina la ceremonia. La emoción aún le brilla en los ojos, y aunque ha sido discreto todo el día, su corazón late como un tambor. La arrastra, literalmente, por uno de los pasillos del resort, mientras Megan protesta entre risas, sin comprender del todo.—¿A dónde me llevas? —pregunta, divertida, tratando de no tropezar con sus propios pasos.—A un lugar especial. Confía en mí.Cruzan una cortina de luces colgantes y entran a una terraza privada cubierta de pétalos de rosas. Todo está bañado por una suave luz dorada. El aroma de las rosas blancas y rojas flota en el aire, y hay música instrumental suave, apenas audible, acompañando el murmullo del mar. Megan se detiene, sin palabras, con la mirada perdida en ese rincón de ensueño.—Esteban…Él se gira hacia ella. Sus ojos reflejan ternura, nervios y amor. Da un paso hacia adelante, tomándola de ambas manos.—Desde que llegaste, arrasaste con todas mis certezas. Me enseñaste a
—¿Seguro que estás bien? —pregunta Esteban, ofreciendo su brazo a Bella mientras ambos se posicionan frente a la gran puerta de madera tallada.—Estoy bien, hermano —responde ella con una sonrisa suave. Su voz tiembla un poco, pero no de miedo, sino de emoción. El vendaje en su mano aún está fresco, el dolor sigue latente, pero en su corazón solo habita la paz. Por fin. Por fin, está en paz.—¿Lista para convertirte en la señora Arrabal?—Lista —susurra. Esteban sonríe con ternura y deja un beso en la frente de su hermana, que se ve más radiante que nunca.El murmullo leve que flota en el ambiente se desvanece en cuanto se abre la puerta principal y suena la marcha nupcial. El salón entero guarda silencio. Todos los invitados, de pie, observan cómo la novia cruza el umbral. Apenas una hora atrás, Bella estuvo al borde de la muerte. Ahora, vestida de dorado, brilla más que las luces que iluminan el camino hasta el altar.El vestido, ceñido a su figura, resplandece con cada paso. Rosalb
Bella cierra la puerta detrás de sí y apenas logra dar un paso antes de tambalearse. Sus piernas ceden por el cansancio, el dolor y la emoción. Cae de rodillas al suelo, pero no llega a tocar el piso por completo. Dos pares de manos la sostienen a tiempo: una desde su derecha, otra desde su izquierda.Jazmine está de un lado, Blas del otro. Ambos están heridos, sus ropas están manchadas y tienen el aliento entrecortado. La sala alrededor está devastada: muebles rotos, humo en las esquinas, un foco de fuego que crepita lentamente.Bella apenas puede sostenerse, pero se incorpora con ayuda. Da dos pasos vacilantes y se topa con el cuerpo inerte de una mujer. Va vestida igual que las estilistas. Tiene sangre saliéndole de la cabeza y permanece inconsciente.Bella no siente compasión por ella. No hay ni una chispa de remordimiento en su interior. Reconoce a la cómplice de Alessia y, para ella, merece el mismo destino. No puede permitirse flaquear. No ahora, luego de todo lo que sufrió en
—Señora Bella, soy Jazmine, la asistente de la señora Irene —se escucha fuerte y claro desde la sala.Esa voz, que retumba con urgencia, distrae brevemente a Alessia.Bella aprovecha el instante. Se agacha y se lanza con todo su cuerpo hacia su prima, derribándola. Ambas caen al suelo, una encima de la otra. La cómplice de Alessia maldice y, con un movimiento brusco, cierra la puerta de la habitación y se voltea hacia Jazmine.—¿Qué quieres? —le gruñe.Jazmine frunce el ceño. Percibe el ambiente cargado de tensión. La agresividad en la voz de la mujer frente a ella no le parece profesional. Su intuición se enciende como una alarma.—¡Señora Bella! —grita nuevamente Jazmine con fuerza y corre hacia la puerta. Pero la mujer le bloquea el paso. Ambas luchan cuerpo a cuerpo.Dentro de la habitación, Bella y Alessia continúan el forcejeo. La cabeza de Alessia golpea el piso con fuerza y, por unos segundos, pierde el foco, se queda desorientada, aturdida.Bella no lo desaprovecha. Con los pu
Minutos antes…—Señor, no puede entrar aquí, la señora Bella aún se está vistiendo —dice una joven desde la puerta del camerino.Blas, con gesto serio, hace un escaneo rápido del interior, pero no logra verla desde donde está.—Son órdenes del señor Arrabal. Hablaré con ella unas palabras y luego me quedaré fuera de la puerta —responde con voz firme.La joven duda, pero finalmente asiente.—Pase —dice, y le abre la puerta—. Espere aquí, le diré a la señora que desea hablar con ella.Blas entra y permanece de pie en la sala, observando el lugar. Todo parece en orden, aunque algo le llama la atención. Hay algunas cajas de cartón en las esquinas que no estaban ayer cuando revisó el sitio personalmente antes del ingreso de la señora. Frunce el ceño. ¿Serán herramientas del personal de estilismo o utilería?Se acerca lentamente a una de ellas, con la intención de inspeccionarla, pero justo cuando va a inclinarse, siente un pinchazo agudo en el cuello. Reacciona de inmediato, girando sobre
—¿Pasa algo?La voz suave, pero firme de la tía Irene interrumpe los pensamientos erráticos de Benedict. Ella lo observa con atención, con la mirada aguda de quien ha vivido lo suficiente como para distinguir entre nervios y angustia real.—¿Por qué traes esa cara? —pregunta—. ¿No te estás casando con la mujer que amas? ¿A la que esperaste y lloraste durante siete años? ¿No deberías estar feliz?Benedict asiente lentamente. No quiere preocuparla. No ahora. No con todo el evento en marcha. No sabría cómo explicarlo. Ni siquiera está seguro de lo que siente en estos momentos.—Solo estoy nervioso, tía. Claro que estoy muy feliz —dice, forzando una sonrisa que no le nace del alma.Irene no responde. Lo mira unos segundos más, en silencio. Sabe que algo no está bien, lo presiente, lo ve en los ojos de su sobrino, en su respiración agitada. Tal vez no pueda ayudar desde aquí, pero puede hacer algo. Con un gesto tranquilo, le da unas palmaditas en el brazo.—Está bien —dice finalmente—. Voy
Último capítulo