Sebastián
Había algo en el aire esa mañana. Un presentimiento, un cambio. No sabía qué era exactamente, pero lo sentía en la médula. Era esa clase de sensación que aprendí a no ignorar desde que me convertí en CEO de Belmonte Corp. No se llega a la cima siendo ingenuo. El instinto es más valioso que cualquier MBA en Harvard. Y esa mañana… el instinto me gritaba que algo se avecinaba. —¿Ya viste esto? —preguntó Clara, mi asistente personal, al entrar a mi oficina con su iPad en las manos. Yo estaba de pie junto a la ventana, observando el tráfico que recorría como hormigas las avenidas de la ciudad. Sin apartar la vista, respondí: —¿Qué es? —El obituario del día. Eliseo Ferrer ha muerto. Infarto al miocardio, aparentemente. Eso sí captó mi atención. Me giré, tomé la tableta de sus manos y leí el artículo. Confirmado. El viejo Ferrer, el tiburón del mercado farmacéutico, el hombre que había prometido destruirnos financieramente hacía una década, estaba muerto. —¿Y qué dicen de la sucesión? ¿Quién se queda con el trono? Clara alzó una ceja. —Eso es lo interesante. La nieta, Aitana Ferrer, ha vuelto a la ciudad. Al parecer, vivía en Europa, estudiando odontología. Los medios solo tienen una foto antigua. Ningún escándalo. Demasiado discreta para ser una Ferrer. Aitana. Su nombre me golpeó en el pecho como un eco olvidado. Seis años. Seis malditos años desde aquella noche. La recordaba perfectamente, a pesar de que no volví a verla. Aitana, con su vestido ajustado, sus labios brillantes y esa mirada que no supe borrar. Me besó como si el mundo se fuera a terminar. Y luego… desapareció. Pensé en buscarla. Al día siguiente, incluso pregunté por ella en la discoteca, pero nadie tenía su contacto. Me dijeron que era estudiante. Que se llamaba Aitana. Solo eso. Y sí, muchas Aitanas circulaban en los registros de la universidad. Pero ninguna era ella. No la encontré. No supe si me evitó o si el destino decidió que aquello debía ser solo una noche más. Pero no lo fue. No para mí. —Clara, investiga todo lo que puedas sobre Aitana Ferrer. No lo pongas por escrito. Solo quiero saber… por curiosidad. —Mentí. —¿Curiosidad o venganza? Le lancé una mirada rápida. Ella sonrió con esa inteligencia afilada que siempre me gustó de su carácter, y se marchó. No logré concentrarme en toda la mañana. La mente me traicionaba. Volvía una y otra vez a la imagen de Aitana en aquella cama de hotel, con su piel cálida, su risa tímida después del sexo, su manera de mirarme como si me viera de verdad. Nunca supe por qué desapareció. Nunca entendí si fue culpa mía, si lo nuestro fue una estrategia o una cobardía suya. Y ahora volvía, como si nada. Las familias Ferrer y Belmonte habían sido enemigas desde antes de que yo naciera. La guerra se remonta a generaciones. Mi abuelo decía que Eliseo Ferrer había intentado apropiarse de nuestras patentes, y desde entonces fue una cadena de sabotajes, demandas y escándalos de prensa. Yo crecí aprendiendo a odiarlos como uno odia el veneno. Y sin embargo, me acosté con una de ellos. La nieta del hombre que juró hundirme. ¿Fue una coincidencia? ¿Me eligió a propósito? ¿O simplemente fue una noche que ella quiso enterrar? Esa tarde, salí antes del trabajo. Necesitaba aire. Silencio. Terminé caminando sin rumbo, hasta el cementerio central. Una parte de mí se burló de lo simbólico que era. La otra… solo se detuvo. A lo lejos, vi un grupo pequeño frente a una lápida nueva. Una mujer alta, vestida de negro, sostenía a una niña de unos cinco o seis años. Era imposible distinguir sus rasgos desde la distancia, pero algo en su postura me resultó familiar. Me acerqué unos pasos, sin que me vieran. Entonces, lo supe. Era ella. Aitana. Mi corazón dio un salto traicionero. Estaba más hermosa que en mis recuerdos. Su cabello oscuro caía en ondas suaves por la espalda, su rostro serio, sereno, con una madurez nueva. Había algo roto en su mirada. Como si hubiera pasado por el infierno y hubiese regresado convertida en otra mujer. Y a su lado… esa niña. Pequeña. De rostro delicado. Ojos oscuros. Algo dentro de mí se estremeció. Era imposible. Y sin embargo… ¿Sería posible? Me quedé congelado, a varios metros. Observando. Sintiendo cómo algo enterrado dentro de mí se removía como un monstruo despertando. No sé cuánto tiempo estuve allí. Cuando Aitana se giró, ya se marchaban. La niña le agarraba la mano con fuerza, y ella le sonreía. La vi de frente solo unos segundos. Pero bastaron. Ella también me vio. Y en sus ojos, vi el miedo. La sorpresa. La culpa. Y supe, con una certeza brutal, que algo me había estado ocultando todos estos años. Y que el pasado no había terminado conmigo. Solo había estado esperando el momento perfecto… para golpearme. Me quedé quieto, clavado al suelo, mientras la figura de Aitana se alejaba con la niña tomada de la mano. El eco de sus pasos parecía resonar en mi pecho. Ella no corrió. No gritó. Pero su mirada lo dijo todo. Me conocía. Me recordaba. Y me temía. Apreté los puños, luchando contra la ola de emociones que me aplastó de golpe. ¿Por qué habría de temerme, si no había hecho nada malo? ¿Por qué me ocultaría… algo tan grande? Porque eso era lo que más me atormentaba: la niña. Su edad. Su rostro. Sus ojos. No era un idiota. Sabía sumar. Seis años. Era demasiada coincidencia. Demasiado perfecta la línea entre esa noche que me atormentaba y la existencia de esa pequeña que parecía llevar mi sombra en la mirada. Si esa niña era mía… si Aitana me la ocultó durante todo este tiempo… El mundo se sacudió bajo mis pies. La furia subió lentamente, como veneno corriendo por las venas. Pero no era solo rabia lo que sentía. Era pérdida. Era traición. Era una herida vieja que, sin saberlo, nunca había sanado. Aitana Ferrer regresó a la ciudad como si nada. Como si su silencio no fuera una daga en mi espalda. Como si pudiera enterrarme con una sonrisa y seguir caminando. Pero eso se acabó. Ahora quiero respuestas. Y no me voy a detener hasta obtenerlas. Aunque tenga que volver a romper mi propio corazón en el proceso.