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Capítulo 2: El silencio que me impusieron

Aitana

Nunca pensé que un par de líneas en una prueba casera pudieran cambiarlo todo. Dos líneas rosas, delgadas, temblorosas, como si supieran que estaban a punto de destruir mi mundo.

Durante días me encerré en mi habitación, inventando una fiebre inexistente, ignorando llamadas, saltándome clases, escondiéndome de las miradas inquisitivas de los empleados de la casa Ferrer. Ni siquiera mi abuela se atrevía a entrar sin tocar. Sabía que algo me pasaba. Pero nadie lo sabía con certeza.

A excepción de Ariadna, que era la única persona que seguía trayéndome comida, mintiendo a todos para cubrirme. Mi aliada. Mi hermana del alma.

La prueba de embarazo seguía en el fondo de un cajón, como si esconderla pudiera revertir su veredicto.

Pero el tiempo, cruel como siempre, no se detiene por nadie. Menos por una chica de veinte años que no supo cuidarse. Y después de dos semanas de encierro, una carta sellada me esperaba en el desayuno: “Cena familiar obligatoria. 20:00. Estarás presente.”

La firma de mi abuelo brillaba al final, como un decreto real.

Me puse un vestido largo color vino. El único que aún me hacía sentir digna, a pesar de la guerra que se libraba dentro de mí. Me peiné el cabello liso, como le gustaba a mi abuela, y me apliqué un toque de rubor para disimular el rostro demacrado. No quería preguntas. No esa noche.

La mansión Ferrer parecía más fría que nunca.

En la gran mesa ovalada del comedor estaban todos: mi abuela Celeste, con su expresión firme pero cariñosa; mi hermano mayor, Julián, con los brazos cruzados y el ceño fruncido; mi tía Camila y su esposo, el embajador Ruiz, siempre tan correctos; y al final de la mesa, como un emperador en su trono, estaba él: mi abuelo, don Eliseo Ferrer.

El patriarca.

El hombre que fundó el imperio Ferrer desde cero, que controlaba empresas, acciones y personas con la misma frialdad. El hombre que había sido mi modelo durante años… y ahora era el obstáculo más grande entre mi corazón y la verdad.

—Aitana —dijo con voz grave, señalando el asiento vacío frente a él—. Llegas justo a tiempo. Espero que no hayas olvidado cómo se comporta una Ferrer en la mesa.

—Por supuesto que no, abuelo —respondí con voz firme, aunque las piernas me temblaban.

Comenzaron a servirse los platillos. Pollo en salsa de champiñones, verduras al vapor, vino tinto francés. Todo era tan elegante… tan falso. Nadie hablaba de lo importante. A nadie le interesaba la verdad.

Hasta que mi hermano decidió que el silencio era insoportable.

—¿Qué te pasa, Aitana? —soltó, sin mirarme—. Has estado desaparecida. No respondes llamadas. Las criadas dicen que apenas comes. ¿Te drogaste o qué?

—¡Julián! —reprendió mi abuela, golpeando suavemente la mesa.

—No necesito que me protejan —espeté—. No me pasa nada. Estoy bien.

—No lo estás —intervino mi abuelo, con voz tan cortante como el cuchillo que sostenía—. No me subestimes, Aitana. Puedo oler una crisis a kilómetros. Y lo que tú tienes… es una crisis personal.

La tensión se volvió un ser vivo en esa sala. Quise vomitar. Correr. Desaparecer.

Pero no. Si iba a decir la verdad, era ahora o nunca.

—Estoy embarazada —dije. Sin rodeos. Sin anestesia.

Todos se quedaron en silencio.

Ni el repiquetear de los cubiertos. Ni un solo murmullo.

Solo el sonido de mi corazón desbocado, latiendo como un tambor de guerra.

—¿Qué dijiste? —preguntó mi abuelo, clavándome la mirada.

—Estoy embarazada —repetí—. Lo descubrí hace unas semanas.

Mi abuela soltó el tenedor. Mi tía palideció. Julián me miró como si fuera una extraña.

—¿Y quién es el…?

—No lo sabe —respondí antes de que terminaran—. No lo he contactado. Todavía.

—¿Todavía? —espetó Julián, indignado—. ¿Estás diciendo que planeas buscarlo? ¿Traerlo a nuestras vidas?

—Tiene derecho a saber que será padre —defendí, alzando la voz.

Mi abuelo se levantó con lentitud. Su figura alta, su traje gris impecable, su aura de poder… todo en él gritaba autoridad.

—¿Quién es? —preguntó. No era una súplica. Era una orden.

—Sebastián… Belmonte.

El nombre cayó como una bomba nuclear en la sala.

—¿Qué dijiste? —susurró mi tía, horrorizada.

—Sebastián Belmonte —repetí con voz quebrada—. Fue una sola noche. No sabía quién era en ese momento… No lo supe hasta después.

Mi abuelo me miró como si acabara de traicionar su legado. Como si lo hubiera apuñalado.

—¡Con un Belmonte! —rugió, golpeando la mesa con tal fuerza que el vino se derramó sobre el mantel blanco—. ¡¿Cómo te atreves?! ¿Sabes cuántas veces he tenido que humillarme ante esos carroñeros? ¿Sabes cuántas veces han intentado destruirnos?

—Yo no planeé esto —susurré, conteniendo las lágrimas—. No lo sabía…

—¡Pues ahora lo sabes! —bramó—. Y escucha bien, Aitana. Ese hombre jamás sabrá de este niño. ¿Entendiste?

—¡Eso no es justo!

—¡Justo sería que no hubieras metido la pata con el enemigo! —espetó Julián, furioso.

—¡No puedes prohibírmelo! Es el padre. Tiene derecho…

—¡No en esta familia! —interrumpió Eliseo con voz de trueno—. Este niño será un Ferrer. Llevará nuestro apellido. Se criará bajo nuestras reglas. Pero jamás sabrá que proviene de esa escoria.

Me quedé sin aire. Sin palabras. Sin opciones.

—¿Y si él se entera? ¿Y si lo busca algún día?

—No lo hará —dijo mi abuelo con voz helada—. Porque tú te encargarás de desaparecer. De estudiar en otro país si es necesario. No dejarás pistas. No aparecerás en ningún escándalo. Este secreto muere aquí.

Mi abuela se acercó lentamente. Sus ojos estaban húmedos, pero su voz fue firme.

—No lo hagas por él. Hazlo por tu hijo. Si los Belmonte descubren que tienen un heredero, lo usarán como arma. Lo pondrán en medio. Lo arrastrarán al barro. Eliseo puede ser duro… pero está protegiendo a tu bebé a su manera.

—¿Y mi corazón? —pregunté en voz baja, sintiendo cómo se me quebraban las costillas—. ¿Quién me protege a mí?

Mi abuela no respondió. Solo me acarició la mejilla.

Y supe que estaba sola.

Esa noche lloré hasta quedarme dormida. Soñé con Sebastián. Con sus labios, sus manos, su sonrisa. Con un bebé que llevaba sus ojos y mis gestos. Soñé que lo buscaba. Que él me abrazaba. Que todo era posible.

Pero al despertar, lo único que quedaba era la orden de mi abuelo.

Y el silencio.

Los días se volvieron rutina. Rutina y mentira.

Me matricularon en un programa semipresencial en Barcelona, con la excusa de “expandir mis horizontes académicos”. Viví con una prima lejana. Nadie sospechaba. Nadie preguntaba.

Tuve a mi hija lejos de casa. En una clínica privada, sin fotógrafos, sin familia, sin Sebastián.

La llamé Isabella. Porque sonaba como esperanza y como fuerza.

Isabella creció entre cuentos, dibujos y canciones que le escribía en las noches. Su cabello oscuro y su carácter dulce eran míos, pero esos ojos… esos ojos no eran Ferrer.

Eran Belmonte.

Y cada vez que los miraba, recordaba lo que me habían arrebatado.

Seis años han pasado desde aquella cena maldita.

Hoy, mi abuelo ha muerto. Y con él, su imperio de secretos.

Estoy de vuelta en la ciudad. En la misma mansión. Y esta vez, no tengo miedo.

Sebastián Belmonte existe. Isabella también. Y es hora de que ambos se conozcan.

Aunque el mundo vuelva a caerse en pedazos.

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