Aitana
Volver a la ciudad había sido una decisión obligada, no una elección. La muerte de mi abuelo había marcado un antes y un después en mi vida. Para algunos, su partida fue una tragedia. Para mí, fue una liberación dolorosa. Después de seis años viviendo en el exilio emocional que él mismo me impuso, regresar con Isabella a cuestas y la verdad enterrada en el pecho era como caminar sobre brasas. Pero debía hacerlo. Por ella. Por mí. Por lo que me habían arrebatado. Jamás esperé verlo. Y mucho menos así. Sebastián. De pie entre las lápidas. Mirándome como si pudiera desnudar el alma con un solo parpadeo. Mi corazón se detuvo. El mundo se detuvo. Y luego, como si nada, mi hija tiró de mi mano con dulzura y me devolvió a la realidad. —¿Mamá, ya vamos? Me pica la nariz con este olor de flores —se quejó Isabella, arrugando su nariz con expresión graciosa. Tragué saliva. —Sí, mi amor. Vámonos. No podía permitirme dudar. No ahora. La tomé de la mano y comencé a caminar en dirección contraria a él. No la abracé. No corrí. No grité. Pero sí lo vi. Y supe que me había visto también. Su expresión era una mezcla de sorpresa y rabia contenida. El mismo Sebastián de aquella noche: intenso, agudo, imposible de ignorar. Pero ahora, más adulto. Más frío. Y, probablemente, más peligroso. Quise mirar atrás, asegurarme de que no nos seguía, pero no me atreví. Porque si lo hacía, sabía que rompería en mil pedazos el muro que me había costado años levantar. Esa noche no dormí. Isabella sí. Como un ángel. Siempre dormía bien después de visitar tumbas, lo cual era extraño en una niña de su edad. Pero ella nunca conoció a Eliseo Ferrer. Nunca lo sintió como su abuelo. Solo escuchó su nombre en mis historias… las pocas veces que me atreví a contarlas. Yo me senté al borde de la cama, mirándola. Tenía seis años. Y un padre al que no conocía. Había veces en que pensaba que todo estaba bien. Que lo que hice fue lo correcto. Que lo protegí. Que lo protegí a él, a ella y a mí. Pero otras… otras me ahogaba en la culpa. Como esta noche. Sebastián había vuelto a mi vida. O mejor dicho, yo había regresado a la suya. Y ahora, después de seis años, me encontraba justo donde había prometido no volver: frente a una decisión imposible. Decirle la verdad. O seguir callando. Ambas opciones dolían. Ambas destrozaban lo poco que quedaba en mí. —¿Estás bien? —preguntó Ariadna al día siguiente, cuando entró a la cocina y me encontró frente a una taza de café que no había tocado. Negué lentamente. —Lo vi. Ella frunció el ceño. —¿A quién? —A Sebastián. Su rostro se desfiguró. —¿Dónde? —En el cementerio. Estaba allí. Nos vio. Me vio a mí. Y vio a Isabella. —¿Te dijo algo? —No. Solo… me miró. Pero con esa mirada suya… Sé que sospecha algo. Lo vi en sus ojos. Ariadna se acercó y me tomó las manos. —¿Qué vas a hacer? —No lo sé. Si le digo la verdad, todo cambiará. Mi vida. La de Isabella. Y la suya. Pero si no lo hago, si vuelvo a callar… ¿en qué me convierto? —Te conviertes en lo que ya eres. Una madre que eligió proteger a su hija. Sus palabras me acariciaron como un bálsamo, pero no eran suficientes. Porque había una verdad que ni yo podía negar: Sebastián tenía derecho a saberlo. Tres días después, esa verdad golpeó la puerta de mi casa. Literalmente. Estaba terminando de peinar a Isabella para ir al jardín infantil cuando escuché los golpes. Fuertes. Determinados. Como si quien llamara supiera exactamente lo que buscaba. —¿Quién será tan temprano? —preguntó mi hija, mirando curiosa hacia la entrada. —Quédate aquí, princesa —le dije con voz serena—. Voy a ver. Pero por dentro, me temblaban las rodillas. Abrí la puerta. Y allí estaba. Sebastián Belmonte. Con un abrigo oscuro, el ceño fruncido y la mirada incendiada. —Hola, Aitana. No pude hablar. Solo me quedé allí, aferrada al marco de la puerta como si fuera lo único que me sostenía en pie. —Necesitamos hablar —dijo. —Ahora no es un buen momento… —No estoy preguntando. Sus palabras eran cortantes, pero su voz… su voz temblaba. De rabia. De algo más. —Cinco minutos —añadió—. Te los ganaste. Me los debes. Asentí, incapaz de resistirme. Lo dejé pasar. Él entró. Y con su presencia, trajo consigo todos los recuerdos que creí haber superado. Nos sentamos en la sala, separados por una mesa de cristal. El mismo silencio de seis años atrás nos rodeó, aunque ahora no era por vergüenza, sino por todo lo no dicho. —¿Es tu hija? —preguntó él de inmediato. No lo rodeó. No buscó cortesía. Fue directo, como una bala. —Sí —susurré. Sebastián se apoyó hacia atrás. Cerró los ojos. Inspiró hondo. Sus manos temblaban sobre sus rodillas. —¿Desde cuándo lo sabes? —Desde que tenía dos semanas de embarazo. Fui al médico a escondidas. Confirmaron que no había duda. Era tuya. —¿Y decidiste ocultármelo? —No fue una decisión fácil. Mi abuelo… —¡Tu abuelo está muerto! —rugió, golpeando la mesa con la palma abierta—. ¡Y no fue él quien se acostó conmigo! Fuiste tú. Tú y yo. Esa noche fue nuestra. ¡No suya! —Lo sé. Lo sé… —susurré, con los ojos ardiendo. —¿Sabes cuántas veces pensé en ti? ¿Cuántas veces me pregunté por qué desapareciste? —Sebastián… —¿Cuántas veces soñé que volvías? ¿Que me dabas una razón? ¡Y ahora resulta que tengo una hija! ¡Una hija! ¡Y me la ocultaste como si no tuviera derecho a saberlo! Las lágrimas comenzaron a correr por mis mejillas. —Lo hice para protegerla. Tenía miedo. ¡Mi abuelo me amenazó! Me dijo que si tú lo sabías, usarías a mi hija como una pieza en esta guerra entre nuestras familias. Yo no quería eso. No podía permitirlo. Él me miró con furia. —¿Y creíste que yo haría eso? ¿Me conoces tan poco? —No te conocía, Sebastián. Solo te vi una noche. Me enamoré de ti como una tonta… y al día siguiente, tenía una vida dentro de mí. Y a mi alrededor, solo tenía amenazas, miedo, poder. ¿Qué esperabas que hiciera? —Esperaba que confiaras en mí. Nos quedamos en silencio. Y entonces, una vocecita dulce interrumpió todo. —¿Mamá? Isabella estaba al borde de las escaleras. Su pijama de unicornios, su trenza mal hecha, sus ojos grandes como lunas. —¿Quién es el señor? Sebastián la miró. Ella lo miró. Y algo invisible los unió en ese instante. Ninguno habló. Ninguno se movió. Solo se miraron. Como si el universo entero se hubiera detenido para que pudieran reconocerse. —Soy un amigo de tu mamá —dijo él, con voz ronca—. Solo vine a saludar. —Ah. Hola —dijo Isabella, antes de desaparecer corriendo por el pasillo. Sebastián apretó los ojos. —¿Cómo se llama? —Isabella. Él asintió. —¿Y ahora qué? —pregunté, temblando—. ¿Vas a decirme que me vas a quitarla? ¿Que vas a llevarme a juicio? ¿Que vas a destruirme? Él se levantó. Me miró por última vez, con una expresión indescifrable. —No lo sé, Aitana. Pero lo que sí sé es que no pienso desaparecer. No otra vez. Esa niña es mía… y voy a conocerla. Te guste o no. Y sin más, se fue. Y yo me quedé allí. Con el alma hecha pedazos. Y el corazón latiendo por dos.