Sebastián
Estar en la gala de la Fundación Belmonte era como estar en el ojo de un huracán perfectamente orquestado. El salón del hotel, lleno de inversionistas, rivales corporativos y prensa ávida de escándalos, era nuestro primer juicio público.
Yo estaba acostumbrado a la atención, pero esta noche era diferente. La atención estaba fija en ella: Aitana, mi esposa.
Aitana llevaba un vestido de noche color esmeralda, simple pero escandalosamente elegante, que abrazaba sus curvas y resaltaba el color de sus ojos. El gran diamante en su mano gritaba riqueza, pero su porte gritaba desafío. Se movía con la confianza de una mujer que había nacido para la alfombra roja, lo cual, considerando su exilio autoimpuesto, era un talento que me sorprendía.
Entrelacé mi brazo con el suyo antes de entrar al salón. Sentí la tensión en su cuerpo.
—Recuerda el pacto —susurré, inclinándome hacia su oído para que pareciera un gesto íntimo—. Sonrisas, contacto físico mínimo, y ni una palabra sobre el divor