Atina
El ambiente en la mansión Belmonte era tan asfixiante como el vestido de novia que nunca llevé. Ya no vivía en la casa de mi abuelo; ahora residía, como la flamante y odiada esposa de Sebastián, en el búnker de mi enemigo.
La mudanza fue silenciosa y rápida. Isabella, feliz con la idea de tener una casa más grande con piscina, no notó la tensión palpable. Para ella, éramos una familia que comenzaba un nuevo y emocionante capítulo. Para mí, era una prisionera de guerra con un anillo en el dedo.
La primera cena como la "Señora Belmonte" fue un estudio de hipocresía. Sebastián, mi esposo de papel, se mostró impecable: atento, cortés, sin rastro del hombre que me había chantajeado y besado en el bosque. Doña Elena, la matriarca, era puro veneno envuelto en terciopelo.
—Espero que sepas apreciar el privilegio, Aitana —dijo mi suegra, empujando los espárragos en su plato—. Esta casa tiene una historia. Y tú tienes un apellido que nunca perteneció aquí.
—Me esforzaré por estar a la alt