Kael llegó al claro jadeando. Había seguido el rastro de Elena desde el campamento al notar su ausencia y la agitación del Saelith, que se negaba a quedarse quieto. Cuando la vio de pie en el centro del círculo, rodeada por símbolos grabados en piedra y ceniza, entendió lo que estaba por hacer.
—¡Elena, detente!
Ella no se giró al oírlo. Siguió murmurando las palabras del conjuro, su voz temblando por dentro pero firme por fuera. El Saelith levantó el cuello, tensando sus alas traslúcidas como si también estuviera en alerta.
Kael cruzó el círculo sin pensarlo. Agarró a Elena por los brazos, obligándola a mirarlo.
—¿Sabes lo que estás haciendo? ¿Sabes lo que vas a perder si cierras esta grieta?
—Voy a proteger a mi hijo. Nada más importa.
—¡Sí importa! —le gritó Kael, con los ojos ardiendo—. Esta grieta… está conectada a ti. Fue abierta con tu fuego, tu sangre, tu alma. Si la sellas por completo, si la fuerza del Velo se cierra en torno a esa herida… puede arrastrarte con ella.