Instinto y espinas

Elena se despertó en una cabaña de madera y piedra, envuelta en un calor tenue que no venía del fuego, sino de la energía latente en el ambiente. La cama era dura. Rústica. El aire olía a musgo, resina y humo.

Darek estaba junto a la ventana, sin camisa, con un pantalón oscuro cubriéndole la parte baja del cuerpo. El sol atravesaba su espalda, delineando músculos y cicatrices.

Elena se sorprendió al descubrir que lo estaba observando sin pestañear.

Él lo notó. Sonrió de lado, sin volverse.

—¿Dormiste bien, Elia?

Elena tardó en responder.

—Me costó. No suelo dormir en lugares desconocidos.

Él se giro entonces.

—Y sin embargo, aquí estás. En mi casa.

Ella se levantó. Aún sentía los músculos tensos por la carrera.

—Dijiste que me ayudarías.

—Lo haré. Pero con condiciones —dijo, caminando hacia ella con paso felino—. Quiero saber quién eres en realidad, de qué huías.

—¿Y si te digo que yo tampoco lo sé?

—Entonces tendremos que descubrirlo.—Prepárate, entrenaremos no solo magia, también
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