La grieta parecía dormida.
Elena y Lucía se detuvieron a pocos metros del círculo. El mismo suelo quemado, los símbolos girando lento como si respiraran.
—¿Segura de esto? —preguntó Lucía, sin moverse aún.
—No —respondió Elena—. Pero tengo que verlo con mis propios ojos. Tengo que saber hasta dónde es capaz de llegar.
Lucía asintió. Se quitó el colgante de plata y lo sostuvo entre los dedos. Un relicario. Dentro, una gota de su sangre. Un ancla.
—Esto nos devolverá si algo sale mal.
—Gracias —dijo Elena.
Y sin más, cruzaron el borde.
El mundo se partió en dos.
La niebla era espesa al otro lado.
No había cielo ni suelo. Solo una vasta planicie blanca. Como un recuerdo sin terminar.
—Esto no es un plano —murmuró Lucía—. Es una ilusión sostenida por dolor.
Y entonces la vieron.
Maelis.
O algo que llevaba su forma.
Sentada en una roca que no existía.
Sus ojos eran dos vacíos, negros como abismos. Su cabello, plata revuelta. Su vestido, rasgado. Pero lo más perturbador no era su aspecto.