—Traigo en mis manos una solicitud para la Señora de Dragones— El tono solemne de Jabari obligó a Tabar a escapar de sus cavilaciones. Ya tendría tiempo para averiguar acerca de aquella misteriosa Profeta que había invadido sus memorias. Sus ojos se clavaron en el rostro del guerrero, intrigado por saber quién se había atrevido a escribir una solicitud a su esposa.
Zarah se había sentado frente a un tocador que parecía desentonar en la tan meticulosamente decorada habitación del Señor de Dragones. Tabar lo había mandado a traer cuando la había obligado a abandonar sus antiguos aposentos y lo había dejado allí cuando Zarah se mudó al Cuarto Blanco con la esperanza de que algún día despertaría con su esposa a su lado. Sonrió al recordar fugazmente la calidez que había sentido al tener a su esposa entre sus brazos al abrir los ojos esa mañana.
Munira le trenzaba el cabello con dedicación, a pesar del evidente cansancio que cargaba por culpa de su noche de insomnio junto al Mago. Zarah