La puerta de los aposentos de los Señores de Dragones se abrieron con lentitud. Zarah estaba sentada en un sillón, frente a una mesa que esperaba ser servida. Había decidido mantener un aspecto desaliñado que coincidiera con el agotamiento que había manifestado en su respuesta a la solicitud de Ada. Aún llevaba puesto un camisón simple, una bata con un bordado sencillo, el cabello castaño suelto y los pies descalzos.
En contraste, la sirvienta tenía puesta una de sus mejores túnicas de seda. En su cintura se ceñía resplandeciente el cinturón turquesa con la hebilla plateada grabada con el símbolo de Dragones. Los brazos resplandecían, adornados con joyas prohibidas para los sirvientes, incluso el cabello estaba decorado con broches de plata.
Munira sonrió al verla, pues a pesar de sus claros esfuerzos de aparentar elegancia, lo que ofrecía era un espectáculo ridículo y exagerado, una burda imitación de una reina. Venía acompañada de dos sirvientas de rango menor que se encargaron de pr