Tabar salió de los aposentos con un mal presentimiento anidando en la boca de su estómago. No había que tener sangre de wargo para anticipar que nada bueno saldría del encuentro entre Zarah y Ada. No creía que la sirvienta fuera capaz de herir a su esposa, pero ya había demostrado tener un mal juicio sobre Ada antes. Le avergonzaba admitir cuántas veces había caído más de una vez en los juegos de la sirvienta, en aquellos teatros donde interpretaba a una damisela en peligro. Pero a pesar de todo seguía aferrado a la esperanza de que fueran meros celos e intrigas palaciegas lo que la motivaran. Quería creer, por el afecto que aún guardaba en algún lugar de su corazón por Ada, que la mujer no era capaz de herir a Zarah.
Sus peores temores parecieron materializarse cuando Deka entró al campo de entrenamiento interno. La mirada urgente de la doncella lo hizo temblar. Salió corriendo del campo incluso antes de que Deka dijera una palabra. Su mente nublada por la desesperación lo llevó si