32. Una larga noche.

Samuel levantó la mirada y observó de los pies a la cabeza a Máximo que entraba.

— Pero qué sexy es tu mandadero — dijo el científico, mientras se bajaba de la mesa y me ayudaba a recibir la maleta en la que venían los electrodos y todo el equipo de análisis.

— No soy el mandadero, soy su esposo.

Cuando pronunció aquellas palabras, pude ver de reojo cómo Santiago alejó la mirada de su celular y fijó sus ojos en Máximo. Ambos hombres se miraron por un largo segundo, un segundo que pareció tan eterno. En ese instante tuve la sensación de que, en cualquier momento, alguno de los dos se abalanzaría sobre el otro y se matarían a puños. La tensión que estaba en el lugar era tan palpable que incluso el mismo Samuel lo notó.

Lanzó un corto silbido y luego abrió la maleta.

— ¿Pero qué es todo esto? — dijo.

Y entonces yo comencé a explicarle cómo funcionaban los electrodos, cómo era que mi análisis del sueño había funcionado hasta el punto de convertirme en la eminencia en el sue
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