El pasillo parecía más largo de lo que realmente era. Cada paso que Michael daba hacia la habitación lo sentía pesado, como si arrastrara cadenas invisibles atadas al pecho. El hospital olía a desinfectante y alcohol.
Cuando abrió la puerta, el aire se le fue de golpe.
Elizabeth estaba allí. Frágil. Silenciosa. Pálida como la sábana que la cubría hasta el abdomen. Las máquinas a su alrededor emitían pitidos regulares que, en lugar de tranquilizarlo, parecían recordarle que seguía viva… pero colgando de un hilo.
Avanzó despacio, con el corazón encogido.
—Amor… —susurró, acercándose al borde de la cama—. Estoy aquí…
Se sentó con cuidado en la silla junto a ella. Le tomó la mano. Estaba tibia, aunque inerte. Michael se inclinó hacia ella, rozó sus nudillos con los labios y los apretó contra su frente.
—Estás viva… gracias a Dios… —murmuró, cerrando los ojos mientras las lágrimas empezaban a caer—. No sabes el miedo que sentí, cariño. Pensé que te perdía… pensé que los perdía a los dos.