La habitación se mantenía en penumbra, apenas iluminada por la luz cálida que se filtraba desde el pasillo a través de la puerta entreabierta. El silencio se sentía denso, casi sagrado, interrumpido solo por el pitido suave y regular de los monitores médicos que marcaban el ritmo de la vida de Elizabeth.
Su respiración era leve, profunda, casi fantasmal. Pero sus párpados temblaron, apenas un parpadeo tenue, como si algo en su interior respondiera a una presencia invisible.
Un susurro. No de palabras, sino de algo más antiguo, más profundo.
Una figura se acercó al borde de la cama. No era Michael. Tampoco Alisson. Ni uno de los médicos.
Era un hombre alto, de hombros amplios, con el rostro surcado por el tiempo, pero los ojos… los ojos seguían siendo los mismos. Azules, intensos, como el cielo. Su cabello, aunque algo encanecido, todavía conservaba el rojo cobrizo que ella recordaba.
Austin.
Su padre.
Elizabeth movió apenas los dedos, con esfuerzo, como si nadara entre brumas espesas.