El cuerpo de Elizabeth yacía en el mármol frío, como una flor rota. Su vestido claro se teñía de rojo, lentamente, como si la vida se le escapara gota a gota. El silencio de la casa se volvió mortal.
—¡Eli! —gritó Alisson desde el pasillo superior, sus ojos abriéndose como platos al ver la escena.
Michael fue el siguiente en llegar. Había oído el golpe seco. Lo había sentido en la piel como un latigazo. Bajó las escaleras como una furia, sin entender, sin ver más que un solo punto: Elizabeth, tendida en el suelo, su cuerpo inmóvil, la sangre manchando el mármol, su embarazo vulnerado.
—¡Elizabeth! —gritó, cayendo de rodillas junto a ella, tomándola en brazos con desesperación.
Su rostro, pálido. Sus párpados, cerrados. Sus labios, temblando apenas. Michael la zarandeó suavemente, sin control sobre el temblor de sus manos.
—Amor… por favor… no me hagas esto… —su voz se quebró, volviéndose un murmullo desesperado—. Respira… por Dios, Elizabeth… respira…
Alisson corrió hasta ellos, su ca