—No deberíamos beber más… —dijo Julie, tambaleando apenas mientras salía del restaurante con la copa número… ¿ocho? ¿nueve? Había perdido completamente la cuenta.
—¡Correcto! —respondió Ryan, abrazándola por los hombros mientras reían—. No deberíamos beber más… y por eso pedí una botella para llevar.
—¡¿Qué?! —se giró hacia él, medio riendo, medio escandalizada.
Ryan levantó la pequeña botella envuelta en papel dorado como si fuera un trofeo.
—Para brindar en la cima de la resaca —anunció orgulloso.
Julie rodó los ojos, pero no lo apartó. De hecho, se aferró un poco más a su brazo dejando que la dureza de Campbell le maltratara la espalda baja mientras cruzaban la plaza. Milán de noche era como una postal llena de estrellas. Los faroles iluminaban sus rostros y la ciudad parecía querer que se besaran en cada esquina.
Salieron de ahí, y subieron a uno de los taxis amarillos que estaban estacionados afuera del restaurante. Julie subió con torpeza después de que Ryan le abriera la puerta