Christopher permanecía recostado, rígido sobre la cama blanca. El aire del cuarto se sentía espeso, como si las paredes hubieran cerrado el paso a todo lo demás.
La puerta se abrió.
Y lo vio.
El impacto fue inmediato, brutal. El hombre que entró se parecía demasiado a él mismo. La misma altura, la misma complexión ancha de hombros, los mismos ojos grises, la misma barba perfilada. Era como mirarse en un espejo más viejo, más curtido por los años.
Un nudo le apretó el estómago. El aire le raspó la garganta. “Fui un estúpido”, pensó. Un idiota por no haberlo visto antes, por no haber notado la obviedad.
Tragó saliva y, con un intento de burla amarga, dejó escapar:
—Ni creas que te diré “papi”... ni que voy a cuidarles el culo a tus hijos.
Christian soltó una risa baja, casi imperceptible, cargada de un cansancio viejo. Se acercó sin prisa, con pasos firmes, y apoyó ambas manos sobre los hombros de Christopher. El contacto lo dejó sin escapatoria.
—Perdóname, Christopher —dijo en voz gra