Tres días habían pasado desde la desaparición de Christopher. Tres días que parecían eternos, con cada minuto mordiendo el alma de Alisson como si fueran horas.
Ryan y Julie la acompañaron hasta la mansión Miller después de darle de alta. Su cuerpo aún estaba frágil, pero era su corazón el que pesaba más que nunca. El auto se detuvo frente a la entrada principal y, al bajar, el aire le golpeó como un recuerdo doloroso: Christopher no estaba allí para recibirla.
En el interior, Michael y Elizabeth la esperaban. Con ellos, estaban sus hijos: Nathan, Mateo, Emma y la pequeña Mia. Apenas cruzó el umbral, los cuatro se abalanzaron sobre ella en un abrazo que la envolvió con la inocencia de sus lágrimas.
—¿Dónde está papá? —preguntó Nathan, con la voz quebrada, mientras se limpiaba la carita empapada de llanto con la manga de su camisa.
Alisson sintió que el mundo se le desplomaba encima. El niño apretó más sus brazos alrededor de su cintura y, en un sollozo desesperado, gritó:
—¡No quiero