La suite del hotel estaba silenciosa, con las luces tenues reflejándose en las copas de cristal. Nora se encontraba sentada en un sillón de terciopelo oscuro, con una pierna cruzada sobre la otra, sosteniendo una copa de vino entre los dedos. El borde rojo del labial marcado en el cristal contrastaba con el blanco impecable de su bata de seda. Afuera, la ciudad parecía dormida, pero dentro de aquella habitación, la tormenta apenas comenzaba.
Un par de golpes secos sonaron en la puerta. Ella no respondió, pero segundos después, Alexander entró sin esperar permiso. Su rostro estaba tenso, los labios apretados, el ceño fruncido.
—Madre —dijo, cerrando la puerta tras de sí con suavidad contenida—. Algo falló con lo que pediste.
Nora giró lentamente la cabeza hacia él, sin dejar la copa. Lo miró en silencio, expectante, como si midiera el peso de sus palabras antes de permitir que penetraran su escudo de aparente calma.
—Corté los frenos del auto de la perra de Alisson —soltó Alexander sin