El corazón de Christopher pareció detenerse.
Por un segundo, el pitido del monitor se quedó colgado en el aire como una cuerda tensa. Luego el sonido volvió, más rápido, más alto, acompañando la oleada de sangre que le estalló en las sienes. Trató de respirar hondo, pero el aire le sabía a metal. No dijo nada. Esperó. Con los dedos crispados sobre la sábana, los ojos fijos en el rostro de Austin, aguardó a que el hombre hablara.
El anciano se sentó a su lado, acercó la silla hasta que sus rodillas tocaron el borde de la cama y, con una calma casi cruel, sostuvo su mirada. Tenía los ojos azules enrojecidos por la vigilia, el cabello rojizo, ahora salpicado de canas, pegado a la frente por el calor del cuarto. Cuando al fin habló, lo hizo despacio, con la cadencia de quien sabe que cada palabra pesa.
—Nora no nació en una cuna de oro —dijo—. Era hija de una sirvienta. Creció corriendo por estos pasillos, aprendiendo a moverse entre sombras, a escuchar sin ser vista. Y, desde muy tempran