El día siguiente había llegado con rapidez, aunque en la mansión Miller el ambiente parecía más de víspera que de día corriente. Austin estaba sentado en una butaca de respaldo alto, en el amplio vestidor, con el ceño fruncido y un puro sin encender atrapado entre sus dedos. Su porte era serio, imponente, pero la escena que se desarrollaba a su alrededor rozaba lo ridículo. Frente a él, Ryan Campbell, con una toalla colgada del hombro como si fuera un estilista profesional, lo miraba con una sonrisa traviesa.
—Esto es ridículo —gruñó Austin, sus ojos azules chispeando de fastidio mientras se dejaba caer aún más en la butaca.
—No te muevas, abuelo Langley —respondió Ryan con tono solemne, como si estuviera en medio de un procedimiento quirúrgico—. Déjame peinarte, que quiero que deslumbres.
Con las manos húmedas y un poco de fijador, comenzó a alisarle el cabello rojizo, que aún mantenía fuerza y espesor a pesar de los años. Austin apretó los labios, claramente conteniendo las ganas d