El restaurante del Hotel Riviera estaba en su punto álgido. El murmullo de conversaciones se mezclaba con el tintinear de cubiertos sobre porcelana fina, mientras los camareros se movían con pasos ligeros entre las mesas. Los manteles blancos estaban impecables, y el aroma a pan recién horneado flotaba en el aire.
Austin estaba sentado frente a Celia. Ella mantenía una postura impecable, con las manos cruzadas sobre la mesa, observando el menú con calma. Él, en cambio, no podía dejar de ajustar una y otra vez sus lentes oscuros, como si aquello lo ayudara a disimular la tensión.
La carta ya estaba cerrada cuando el camarero regresó.
—¿Han decidido, señores? —preguntó con una inclinación educada.
—Sí —respondió Celia primero, con una voz clara y firme—. Para mí, la especialidad de la casa.
Austin carraspeó, fingiendo seguridad.
—Camarones —dijo sin más.
El camarero asintió, retirando las cartas. El silencio se instaló unos segundos, roto solo por el golpeteo de los dedos de Austin con