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4 | Bajo el mismo techo

Lauren caminaba por el pasillo de la segunda planta sintiendo que las paredes de la mansión Rosewood se estrechaban a su paso. Llevaba una pequeña maleta que una de las criadas le había entregado con un gesto de desdén apenas disimulado. Se dirigía al ala este, buscando el refugio de la distancia, pero al llegar al final del corredor, se encontró con una figura que le bloqueaba el paso.

Era el ama de llaves, una mujer de rostro pétreo que no se había molestado en ocultar su desprecio desde que Lauren puso un pie en la casa.

—Señora, se equivoca de dirección —dijo la mujer, con una voz que sonaba como papel de lija. —Alexander me dijo que dormiría en el ala este —respondió Lauren, tratando de mantener la voz firme. —El señor Rosewood ha cambiado de opinión. Sus órdenes han sido claras: sus pertenencias han sido trasladadas a la habitación principal.

Lauren sintió un vuelco en el estómago. La noticia no era solo un cambio de planes; era una declaración de guerra. Al bajar la vista, notó que un par de criadas cuchicheaban al final del pasillo, mirándola con una mezcla de morbo y burla. La mansión entera ya lo sabía. Alexander no la estaba invitando a volver a su cama; la estaba sentenciando a una vigilancia de veinticuatro horas. La estaba encerrando en el único lugar donde no podría esconderse de él.

Empujó la pesada puerta de roble de la habitación matrimonial con el corazón martilleando contra sus costillas. El aire allí dentro olía a él: a sándalo, a tabaco caro y a esa colonia cítrica que ahora le revolvía los sentidos. Alexander estaba de pie frente a un espejo de cuerpo entero, quitándose los gemelos de oro con movimientos lentos y precisos. Ni siquiera se giró cuando ella entró.

El silencio se estiró hasta volverse insoportable. Lauren dejó la maleta en el suelo, y el sonido metálico pareció una explosión en la quietud de la alcoba.

—Creía que no querías verme —articuló ella, su voz apenas un susurro.

—No quiero verte —respondió él, su reflejo en el espejo devolviéndole una mirada de acero—. Pero confío en ti incluso menos de lo que te soporto. No voy a darte el privilegio de la privacidad para que sigas planeando cómo hundirme desde el ala este. Aquí, bajo mi techo y en mi cuarto, sabré exactamente qué haces cada segundo de la noche.

Lauren tragó saliva. Se sentía pequeña en medio de aquella opulencia. La habitación, decorada en tonos grises y azules profundos, se sentía como una extensión de la personalidad de Alexander: elegante, fría y letal.

Alexander finalmente se giró. Se había desabrochado los primeros botones de la camisa, dejando ver el inicio de un pecho firme y la tensión en su cuello. Caminó hacia ella con esa elegancia depredadora que la hacía querer retroceder hasta atravesar la pared.

Se detuvo a centímetros de ella. Lauren podía sentir el calor que emanaba de su cuerpo, una contradicción viviente con la frialdad de sus palabras.

—Vamos a establecer las reglas de este... arreglo —dijo él, su voz bajando un octavo, volviéndose más peligrosa—. Regla número uno: No me tocarás. No quiero tus manos sobre mí, no quiero tus juegos de seducción baratos. Regla número dos: No harás preguntas. No te incumbe lo que hago con mi tiempo o con mi dinero. Y regla número tres...

Hizo una pausa, obligándola a sostenerle la mirada. Sus ojos grises buscaban algo en los de ella, una chispa de la antigua Rebecca que pudiera odiar con comodidad.

—No vuelvas a mentirme. Ni una sola vez. Si descubro que estás ocultando algo, por pequeño que sea, te sacaré de esta casa de una forma que hará que tu huida anterior parezca un paseo por el parque.

Lauren asintió, sintiendo que la lengua se le pegaba al paladar. La mayor mentira de todas, su propia identidad, palpitaba entre ellos como una bomba de tiempo. Estaba viviendo en el epicentro de un engaño masivo y él acababa de declarar que la mentira era el único pecado imperdonable. La ironía era tan pesada que Lauren temió que sus rodillas cedieran.

—¿Entendido? —insistió él, su aliento rozando la frente de ella.

—Entendido —logró decir ella.

Alexander se apartó con un gesto de hastío, como si incluso el aire que ella exhalaba le resultara contaminado. Se dirigió al baño sin decir una palabra más, dejándola sola con el eco de sus amenazas.

La noche fue una tortura de consciencia. Lauren se acostó en el extremo más alejado de la inmensa cama, cubriéndose hasta la barbilla con las sábanas de seda egipcia. Cuando Alexander salió del baño, la luz de la luna que entraba por los ventanales perfilaba su silueta. Él se acostó sin mirarla, manteniendo una distancia que Lauren agradeció, aunque el espacio entre ellos se sentía cargado de una tensión eléctrica que le impedía cerrar los ojos.

Lauren escuchaba su propia respiración, intentando acompasarla para fingir que dormía. Pasaron las horas. El reloj de pared marcaba cada segundo con una precisión cruel. Cerca de las tres de la mañana, Alexander empezó a removerse.

No era un sueño tranquilo. Lauren, que se había quedado sumida en ese estado de duermevela donde los miedos se magnifican, escuchó un gemido ahogado. Se giró lentamente, con cuidado de no hacer ruido. Alexander tenía el ceño fruncido bajo la luz plateada, sus manos apretaban las sábanas y su frente estaba perlada de sudor. Parecía un hombre librando una batalla interna, alguien que sufría en silencio mientras el mundo lo creía de piedra.

Entonces, sus labios se movieron. Fue un sonido roto, una exhalación de dolor puro.

—Lauren… —susurró él.

Lauren sintió que el mundo se detenía. El aire se congeló en sus pulmones. No había dicho "Rebecca". No había invocado a la mujer que legalmente era su esposa, la mujer que él supuestamente odiaba. Había pronunciado su verdadero nombre.

Se quedó paralizada, temiendo que incluso el latido de su corazón pudiera despertarlo. ¿Cómo era posible? Alexander Rosewood nunca la había conocido como Lauren. En los registros, en las fotos, en las memorias de todos, solo existía Rebecca.

—Lauren… no te vayas… —volvió a susurrar él, con una vulnerabilidad que le desgarró el alma.

Lauren sintió una opresión en el pecho. ¿Había conocido Alexander a su hermana gemela bajo otro nombre? ¿O acaso… acaso había algo en el pasado de su propia familia que ella desconocía? La voz de él no sonaba con odio. Sonaba con una pérdida tan profunda que Lauren tuvo el impulso irracional de alargar la mano y acariciarle la frente para calmar su tormento. Pero se detuvo a medio camino.

Pasó el resto de la madrugada con los ojos abiertos de par en par, observando cómo la luz del amanecer empezaba a teñir de azul la habitación. Alexander se despertó de golpe cuando el primer rayo de sol tocó su rostro, recuperando instantáneamente su máscara de frialdad. Se levantó, se vistió y salió de la habitación sin dirigirle una sola mirada, como si el hombre vulnerable de la noche hubiera sido una alucinación.

Lauren se sentó en la cama, abrazándose las rodillas. La confusión era ahora un nudo ciego en su garganta. Alexander la trataba como a una basura cuando estaba despierto, pero en sus sueños, llamaba a Lauren con una devoción que la aterraba.

¿Quién era ella realmente para él? ¿Y qué secreto guardaba ese nombre que Alexander Rosewood susurraba en la oscuridad de su infierno privado?

Lauren comprendió que ya no solo estaba luchando por su supervivencia o por la de su hermana. Estaba empezando a ahogarse en un misterio donde su propio nombre era la llave... y Alexander, el hombre que juró destruirla, parecía ser el único que sabía por qué.

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