Mundo ficciónIniciar sesiónLa mañana en la mansión Rosewood tenía un color grisáceo, de ese que se te mete en los huesos y te recuerda que estás en el lugar equivocado. Lauren estaba de pie frente al tocador de Rebecca, un altar a la vanidad cubierto de frascos de cristal tallado y polvos de seda. Sus dedos temblaban. La noche anterior, el nombre de "Lauren" escapando de los labios dormidos de Alexander la había dejado en carne viva. ¿Cómo podía saberlo? ¿O era solo una coincidencia cruel, un espectro de su subconsciente jugando con ella?
Necesitaba protección. Necesitaba volver a la máscara. Agarró el frasco de cristal negro, el perfume insignia de su hermana. Nuit de Obsidienne. Era una fragancia pesada, una mezcla de jazmín nocturno y algo metálico, casi como sangre y flores marchitas. Rebecca decía que era el aroma del poder. Lauren se lo roció en las muñecas y detrás de las orejas, sintiendo de inmediato una náusea ligera. No era ella. Nunca sería ella. Salió al pasillo y bajó al comedor, donde Alexander ya estaba sentado al final de la mesa infinita, leyendo el periódico digital con una rigidez que gritaba que no había dormido mejor que ella. Lauren se sentó a una distancia prudente, pero el aire acondicionado de la mansión movió el aire, llevando el perfume hacia él. Alexander se tensó visiblemente. Dejó la tableta sobre la mesa con un golpe seco que hizo tintinear la porcelana. Sus fosas nasales se dilataron y una mueca de asco genuino le desfiguró el rostro. —Ese olor —dijo él, y su voz sonó más cansada que furiosa—. Siempre me dio ganas de vomitar. Lauren se quedó helada, con la cuchara a medio camino. —A... a ti te gustaba —mintió ella, intentando mantener el tono caprichoso de Rebecca. —Nunca me gustó —la cortó él, mirándola con una fijeza que le escocía en la piel—. Me recordaba a cada una de tus mentiras. Cada vez que llegabas tarde, cada vez que escondías un secreto, te bañabas en ese veneno para ocultar el rastro de donde habías estado. Es el olor de la traición, Rebecca. Si vas a intentar que te perdone, podrías empezar por dejar de oler como el día que me destruiste. Se levantó sin probar bocado, dejándola sola con el aroma dulce y podrido de su hermana flotando sobre el café frío. A mediodía, Lauren no pudo más. Se encerró en el baño y se restregó la piel con una esponja áspera hasta que sus muñecas quedaron rojas. Quería quitarse a Rebecca de encima. Quería quitarse el miedo. Se lavó el pelo con un jabón neutro, casi sin olor, y se puso un vestido de lino sencillo que encontró en el fondo del vestidor, algo que Rebecca seguramente guardaba para alguna sesión de fotos de "humildad fingida". Bajó a la biblioteca, buscando un rastro, una carta, algo que explicara por qué él conocía su nombre. Estaba subida a una escalera de madera, alcanzando un tomo sobre derecho mercantil, cuando sintió que el aire cambiaba. No hubo pasos. Solo esa presencia eléctrica. Alexander estaba debajo, observándola. Lauren se quedó quieta en el peldaño, con el libro contra el pecho. Sus ojos se encontraron y, por primera vez, no hubo un insulto inmediato. Él se acercó. No fue un movimiento brusco, sino algo casi magnético, involuntario. Alexander subió un peldaño, quedando a la altura de sus rodillas. Sus ojos recorrieron su rostro, no con desprecio, sino con una curiosidad que la hizo sentir desnuda. Ya no olía a jazmín metálico. Olía a piel limpia, a jabón de glicerina y a Lauren. —¿Por qué estás tan callada hoy? —preguntó él, y su voz no tenía el filo de siempre. Estaba baja, ronca—. No has intentado manipularme ni una sola vez desde el desayuno. —Tal vez me cansé de jugar —susurró ella. Alexander se acercó un centímetro más. Podía sentir su calor. Estaba tan cerca que Lauren pudo ver una pequeña cicatriz cerca de su ceja. Él alargó una mano, como si fuera a apartarle un mechón de pelo, y sus ojos se detuvieron en sus labios. El silencio en la biblioteca se volvió denso, vibrante. En ese momento, Alexander no estaba mirando a su enemiga. Estaba mirando a una mujer que le resultaba fascinante de una manera que su cerebro no podía procesar. Su mirada era lenta, pesada de un deseo que lo confundía. Algo en ella lo atraía cuando no intentaba ser Rebecca. Y eso era lo más peligroso del mundo. —Vaya, qué cuadro tan conmovedor —una voz arrastrada y cínica rompió el hechizo como un cristal roto. Alexander se apartó de golpe, recuperando su máscara de piedra en un segundo. Lauren casi se cae de la escalera. Malcom Burke estaba apoyado en el marco de la puerta de caoba, con las manos en los bolsillos y esa sonrisa que nunca llegaba a sus ojos. —Interrumpo algo, ¿verdad? —dijo Malcom, caminando hacia ellos con una arrogancia que desafiaba la autoridad de Alexander. —Burke, ¿no tienes nada que vigilar? —escupió Alexander, aunque Lauren notó que sus orejas todavía estaban rojas. Malcom no respondió a Alexander. Sus ojos estaban clavados en Lauren. Recorrió su vestido sencillo, su pelo mojado y la ausencia total del perfume de Rebecca. Su sonrisa se volvió más afilada, más consciente. Él sabía exactamente qué estaba pasando. Sabía que la "pureza" de Lauren estaba empezando a calar en las defensas de Alexander, y eso era un arma demasiado valiosa para desperdiciarla. —Solo venía a recordarte, Rosewood, que los Pierce han solicitado una reunión esta noche —dijo Malcom, pero su mirada le gritaba a Lauren: Te pillé. Lauren bajó de la escalera, sintiendo que el suelo se movía bajo sus pies. Ser ella misma era un alivio, pero también era una sentencia. Si Alexander se enamoraba de "Lauren" creyendo que era Rebecca, el desastre sería total cuando la verdad saliera a la luz. Y si Malcom descubría que el corazón de Alexander estaba empezando a latir por una impostora, la usaría para destruirlo. Alexander salió de la biblioteca tras intercambiar unas palabras cortas y tensas con Malcom, dejando a Lauren sola con el hombre de las gafas de sol. Malcom no dijo nada. Solo la miró con una mezcla de lástima y triunfo antes de darse la vuelta. Minutos después, cuando Lauren volvió a su habitación para tratar de calmar el temblor de sus manos, su teléfono —el de Rebecca— vibró sobre la colcha. No era un número conocido. “Esta noche. Jardín trasero, junto a la fuente de los sauces. 11 PM. Ven sola o mañana Alexander sabrá que su querida esposa no tiene la marca de nacimiento que yo mismo le hice. O hablaré.” Lauren dejó caer el teléfono. El sudor frío volvió a empaparle la nuca. El juego de máscaras se estaba derrumbando, y el hombre que veía demasiado estaba a punto de cobrar su silencio.






