Inicio / Romance / La esposa reemplazada / 3 | El hombre que ve demasiado
3 | El hombre que ve demasiado

El despacho todavía guardaba el eco del portazo de Alexander cuando Lauren salió al pasillo, sintiéndose como un animal atropellado que aún no sabe que tiene los huesos rotos. Se pasó el dorso de la mano por los labios, tratando de borrar la sensación del beso, pero solo consiguió que el ardor se extendiera. Tenía que volver a bajar. Tenía que fingir. Si se quedaba escondida, Alexander ganaría la primera batalla de la noche, y ella necesitaba, desesperadamente, que él creyera que "Rebecca" todavía tenía fuerzas para luchar.

Bajó las escaleras con la columna tan rígida que temía que se le partiera. La gala seguía su curso, ajena al terremoto que acababa de ocurrir en la planta superior.

Desde la esquina de la barra, apoyado contra una columna de mármol con una indolencia estudiada, Malcom Burke no le quitaba los ojos de encima. Malcom no era como Alexander. Alexander era una tormenta, ruidoso y cegador. Malcom era el agua que se filtra por las grietas: silencioso, paciente y mucho más destructivo.

Él la vio aparecer en lo alto de la escalera y no se movió. Simplemente ajustó sus gafas de sol, aunque la luz de la gala era tenue. Malcom no buscaba la belleza de la mujer del vestido negro; buscaba las costuras.

Vio el temblor casi imperceptible en sus dedos cuando rozó el pasamanos. Notó que su respiración no era el jadeo arrogante de Rebecca después de una pelea, sino una serie de inspiraciones cortas, profundas, como alguien que intenta no desmayarse. Rebecca Moore caminaba como si el suelo fuera una ofrenda; esta mujer caminaba como si el suelo fuera a tragársela.

Malcom dejó su vaso de whisky en una bandeja sin mirar al camarero. Sus labios se curvaron en una línea que no llegaba a ser una sonrisa. No estaba viendo a la mujer que conocía desde hacía años. Estaba viendo un fraude exquisito.

Lauren trató de mezclarse con un grupo de invitados que hablaban de inversiones en el extranjero, pero el aire pareció espesarse antes de que pudiera pronunciar una palabra. Malcom estaba allí. Había aparecido a su lado con una agilidad que le erizó la piel.

—Es un vestido precioso, Rebecca —dijo él. Su voz tenía una textura granulosa, como arena sobre seda—. Aunque parece que te queda un poco flojo en el alma, ¿no crees?

Lauren forzó una sonrisa, la máscara que su hermana le había enseñado a usar. —Siempre tan dramático, Malcom. No sabía que te habías vuelto crítico de moda.

Él no se rio. Dio un paso hacia ella, invadiendo su espacio personal de una forma que resultaba casi violenta en su sutileza. —No es la moda lo que me interesa. Es la memoria. —Se inclinó hacia ella, tanto que Lauren pudo oler el tabaco y el cuero que emanaban de su chaqueta—. Me pregunto si todavía tienes la pequeña marca de nacimiento detrás de la oreja izquierda. Aquella que me dejaste besar la noche que prometiste que quemaríamos este lugar juntos.

Lauren se quedó helada. Su mente trabajó a una velocidad frenética. Rebecca nunca le había mencionado una marca de nacimiento, ni una promesa de incendio, ni mucho menos un romance secreto con Malcom Burke. Sintió un vacío en el estómago. Si decía que sí, podía estar cayendo en una trampa; si decía que no, podía estar confirmando su sospecha.

—Eso fue hace mucho tiempo, Malcom —articuló ella, su voz apenas un hilo—. Las personas cambian.

—Las personas cambian, sí —replicó él, sus ojos ocultos detrás del cristal oscuro fijos en su cuello—. Pero las cicatrices no desaparecen. Y tú... tú estás demasiado limpia. Es casi como si hubieras nacido ayer.

El pánico estaba a punto de desbordarse cuando una mano grande y cálida se cerró sobre la cintura de Lauren. El contacto fue tan repentino que ella dio un pequeño salto, chocando contra el pecho de Alexander, que acababa de aparecer como un muro protector —o una celda—.

Alexander no miró a Lauren. Sus ojos grises estaban clavados en Malcom con una hostilidad que se podía palpar. La mano de Alexander en su cintura era posesiva, sus dedos hundiéndose en la tela negra con una fuerza innecesaria. No era el gesto de un hombre enamorado; era el gesto de un dueño asegurándose de que nadie más tocara su propiedad, incluso si esa propiedad era algo que él decía odiar.

—Burke —dijo Alexander, su voz vibrando en la espalda de Lauren—. Creía que estabas ocupado vigilando la puerta.

—Solo le daba la bienvenida a tu esposa, Rosewood —Malcom no retrocedió. Al contrario, su sonrisa se ensanchó al ver la reacción de Alexander—. Parece que ha vuelto con muchas sorpresas bajo la manga.

Alexander apretó más a Lauren contra su costado. No sabía por qué lo hacía. Hace diez minutos quería echarla de su vida, pero ver a Malcom cerca de ella, ver cómo ella parecía encogerse bajo su mirada, había activado un resorte primitivo en su cerebro. Un instinto de protección que Alexander se negaba a admitir como tal. Para él, era simplemente una cuestión de orgullo. Nadie tocaba lo que era suyo.

Malcom observó el intercambio con una fascinación malvada. Vio la tensión en los hombros de Alexander y el terror mudo en los ojos de Lauren. Tenía delante el mejor espectáculo de la temporada. Alexander estaba empezando a desear a la mujer equivocada, y la mujer equivocada estaba a un paso de caer al abismo.

Alexander fue interceptado por un socio comercial y, por un segundo, su atención se desvió, aunque no soltó la cintura de Lauren. Malcom aprovechó ese brevísimo instante de distracción. Se acercó al oído de ella, pasando casi por encima del hombro de Alexander, y su aliento cálido le rozó la piel fría.

—No sé quién eres —le susurró Malcom, tan bajo que solo ella pudo oírlo—, pero eres mucho más interesante que Rebecca. Ella era predecible en su maldad. Tú, en cambio... tú eres pura.

Hizo una pausa, y Lauren sintió que el corazón se le detenía.

—Y en este mundo, pajarito, lo que es puro es mucho más fácil de destruir. Disfruta de la jaula de Alexander mientras puedas. Yo estaré esperando fuera cuando se abran los barrotes.

Malcom se enderezó, le hizo un pequeño gesto con la cabeza a Alexander y se alejó entre la multitud, dejándola con la sensación de que acababa de firmar su propia sentencia de muerte. Lauren miró el perfil de Alexander, el hombre que la odiaba, y luego la espalda de Malcom, el hombre que la conocía.

Estaba sola en una habitación llena de mil personas.

Sigue leyendo este libro gratis
Escanea el código para descargar la APP
Explora y lee buenas novelas sin costo
Miles de novelas gratis en BueNovela. ¡Descarga y lee en cualquier momento!
Lee libros gratis en la app
Escanea el código para leer en la APP