El despacho todavía guardaba el eco del portazo de Alexander cuando Lauren salió al pasillo, sintiéndose como un animal atropellado que aún no sabe que tiene los huesos rotos. Se pasó el dorso de la mano por los labios, tratando de borrar la sensación del beso, pero solo consiguió que el ardor se extendiera. Tenía que volver a bajar. Tenía que fingir. Si se quedaba escondida, Alexander ganaría la primera batalla de la noche, y ella necesitaba, desesperadamente, que él creyera que "Rebecca" todavía tenía fuerzas para luchar.Bajó las escaleras con la columna tan rígida que temía que se le partiera. La gala seguía su curso, ajena al terremoto que acababa de ocurrir en la planta superior.Desde la esquina de la barra, apoyado contra una columna de mármol con una indolencia estudiada, Malcom Burke no le quitaba los ojos de encima. Malcom no era como Alexander. Alexander era una tormenta, ruidoso y cegador. Malcom era el agua que se filtra por las grietas: silencioso, paciente y mucho más
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