Habían pasado horas. Horas eternas.
El tiempo se arrastraba mientras yo caminaba de un lado al otro, como una fiera enjaulada, con los nudillos aún manchados de sangre y el alma hecha pedazos. La imagen de Carolina, llorando, golpeando la puerta, me quemaba la cabeza. Me hablaba sin decir nada, me gritaba en silencio cada vez que cerraba los ojos.
No podía más.
Necesitaba verla.
Crucé el pasillo con pasos lentos. El corazón me latía tan fuerte que sentía que me rompía el pecho. Cuando llegué a la puerta, respiré hondo… y abrí.
La vi ahí, de rodillas frente a la cama. El cabello revuelto, los hombros temblando. Tenía los ojos rojos, como si ya no le quedaran más lágrimas que llorar. Se me hizo un nudo en la garganta.
—Carolina… —murmuré, cerrando la puerta tras de mí con suavidad.
Di un paso. Luego otro. Me acerqué con cuidado, como si tuviera frente a mí algo frágil… algo que temía romper aún más.
Extendí la mano. Quise acariciarle el cabello, consolarla de alguna forma. Quise que sin