Volví a subir al auto con las manos temblorosas, como si ya no supiera cómo sostener el volante. El silencio dentro del vehículo era ensordecedor, y el camino de regreso a la mansión se hizo eterno. Las luces del anochecer teñían el cielo de un naranja apagado, pero yo no veía nada. Solo pensaba en ella… en Carolina.
Cada metro que recorría me alejaba más de ese instante donde aún podía alcanzarla, donde aún podía detenerla. Pero no lo hice. Me paralicé. La dejé ir. Y ahora... no sabía cómo vivir con eso.
Cuando crucé los portones de hierro de la mansión, sentí un nudo apretarse en mi estómago. El mismo portón que alguna vez la protegió, ahora se cerraba sobre un lugar que ya no era un hogar. Era una jaula vacía.
Aparqué en el mismo sitio de siempre. Bajé del auto con torpeza, como si el suelo me rechazara, como si incluso la tierra misma supiera que todo había cambiado.
Entré a la casa.
La puerta se abrió con ese crujido familiar, pero no hubo nadie para recibirme. Ningún eco de risa