Entré en la mansión con el corazón latiendo tan rápido que sentía que iba a salirse de mi pecho. No quise mirar atrás. No podía. Si lo hacía, temía que mis piernas me fallaran, que me rindiera. Y no podía darme ese lujo.
Subí las escaleras corriendo, como si el dolor pudiera dejarse atrás si me movía lo suficientemente rápido. Mis pasos resonaban en las paredes silenciosas como un eco de mi propia desesperación. Fue entonces cuando la vi.
Amanda.
Estaba bajando los escalones con su elegancia habitual, esa que siempre parecía forzada. Me miró de frente. No dijo nada, pero su expresión lo dijo todo: una mezcla de burla, desprecio y satisfacción.
Apreté los dientes.
No me detuve.
No valía la pena gastar una palabra en ella.
Seguí subiendo, ignorando el nudo que se formaba en mi garganta, y cuando por fin llegué a mi habitación, cerré la puerta con fuerza. Me lancé a la cama sin pensarlo, como si pudiera hundirme en ella, desaparecer. Hundí el rostro en las sábanas y dejé que las lágrimas