Esa noche no salimos.
Günter fue al pequeño mercado del pueblo mientras yo me quedé en la suite, envuelta en una de las mantas que el hotel dejaba sobre el sofá.
La nieve no dejaba de caer, pero ya no era tormenta: era una danza suave, como si el invierno se estuviera disculpando por todo lo que arrastraba.
Cuando regresó, traía una bolsa llena de ingredientes y una expresión resuelta.
—Hoy cocino yo —dijo, dejándola sobre la encimera.
—¿Desde cuándo cocinas?
—Desde que entendí que la buena voluntad no basta para salvar un matrimonio. Pensé que un risotto decente al menos podía ser un buen gesto.
Sonreí. No porque fuera gracioso. Sino porque me dolía que él aún intentara.
Porque también me dolía que ahora fuera amable.
Me acerqué y empecé a ayudarlo. Lavé los champiñones, corté las cebollas. Él se encargó del caldo y del arroz. No hablamos mucho, pero la cocina se llenó de vapor, de aromas, de risas espontáneas cuando él se equivocaba y fingía que no.
El risotto quedó delicioso. No sa