No hablamos mucho en el camino de regreso. No hacía falta. Cassian tenía la mirada fija en el horizonte, una mano sobre mi muslo, como si necesitara asegurarse de que seguía allí. Yo lo dejé conducir en silencio, con el corazón aún encogido por lo que habíamos compartido esa mañana.
Cuando llegamos al apartamento, no quiso subir enseguida. Me pidió que lo acompañara a dar una vuelta. Caminamos por las calles más tranquilas de Back Bay, entre árboles que empezaban a vestirse de verano. El aire era suave, y por primera vez en semanas, sentí que algo dentro de él se había acomodado, como si al nombrar su herida, le hubiese quitado parte del poder que tenía sobre él.
—No me había dado cuenta de cuánto me dolía todavía —dijo en algún momento, con la vista perdida en un escaparate cerrado—. O tal vez sí, pero no quería aceptarlo. Pensé que si me mantenía ocupado, si seguía adelante, se iría solo.
Me detuve y lo miré.
—Pero no se va solo.
Él negó con la cabeza.
—No. Se esconde. Y desde ahí,