El coche se detuvo frente a las verjas de acero negro de la casa, con el escudo familiar grabado en el centro. Todo parecía más limpio, más perfecto de lo habitual: los setos cortados con precisión matemática, las piedras del camino alineadas como si alguien las hubiera inspeccionado una por una.
Günter apagó el motor. Me desabroché el cinturón y estaba a punto de abrir la puerta cuando él se adelantó, salió del coche y dio la vuelta para abrirme desde fuera. Me sorprendió su gesto, más aún cuando me ofreció la mano sin decir una palabra.
—¿Qué haces? —pregunté, desconcertada.
—Oficialmente, lo correcto —dijo con una media sonrisa que suavizaba su rostro habitual—. Pero en realidad… porque me apetece.
Dudé. Pero la tomé.
Él entrelazó sus dedos con los míos y no soltó.
—Tendrás que acostumbrarte —añadió, mirándome directamente—. Porque de ahora en adelante, siempre voy a tomarte de la mano.
Un nudo se me formó en el estómago. No sabía si era por el gesto... o por el lugar donde estábam