Entramos en casa en silencio. No como dos enemigos, ni como extraños. Pero tampoco como una pareja reconciliada. Era ese intermedio confuso en el que los cuerpos estaban cerca, pero las emociones aún buscaban su sitio.
Dejé las llaves sobre la mesita del recibidor. Me quité los zapatos y fui directa a la cocina. Necesitaba agua, o algo que me ayudara a tragar el nudo que todavía tenía en la garganta desde la comida.
Günter se quedó en el salón, observándome desde cierta distancia. Se quitó la americana, aflojó la corbata. La camisa arrugada a la altura del pecho le daba un aire menos estirado. Más humano.
—¿Quieres té? —pregunté desde la cocina.
—Si tú tomas, sí —respondió él, acercándose.
Preparamos el té en silencio. El vapor llenaba la cocina con un aroma suave a jazmín. Cuando nos sentamos uno al lado del otro, en la enorme mesa de madera del comedor, fue él quien habló primero.
—No sabía que te afectaba tanto lo de los hijos.
—No es sólo eso —dije, sin mirarle—. Es todo lo que no