La noche cayó temprano en Suiza, como si el cielo mismo estuviera cansado de tanto peso.
Después de cenar en un pequeño restaurante donde Günter insistió en pedirme mi postre favorito, aunque apenas probé un bocado, volvimos a la suite en silencio.
Yo me senté junto a la ventana, mirando las luces titilantes del pueblo que se derramaban como un puñado de luciérnagas rotas sobre la nieve.
Él se quedó de pie detrás de mí, indeciso. Podía sentir su mirada en mi nuca, como un roce fantasma que no se atrevía a tocarme del todo.
—No sé si te das cuenta… —su voz sonó rasposa, como si le costara arrancarla de la garganta—, pero cada vez que ríes, aunque sea un poco… siento que respiro de nuevo.
Me giré despacio, con los ojos fríos.
—No deberías necesitar que yo ría para respirar, Günter.
—Lo sé. Pero es lo que pasa. —Se pasó una mano por el cabello, derrotado—. Es patético, ¿verdad?
Me levanté, bordeando el sofá como si él fuera un campo minado que debía evitar.
—No es patético. Es tarde. Muy