~ Narra Alistair ~
Es mejor inspirar miedo que amor, decía mientras golpeaba con todas mis fuerzas a la escoria que tenía frente a mí.
Cada puñetazo era un recordatorio de lo que merecía un traidor . Esa simple palabra había carcomido mi sangre y mi orgullo durante años, y ahora, ver a ese hombre rendido ante mi ira era la única justicia que podía otorgarme.
—Es mi deber hacerme respetar y hacer respetar el apellido que porto —pensé mientras el dolor de mi puño contra su rostro se mezclaba con la adrenalina—. Gracias a eso, mi organización es una de las más poderosas del norte.
Un golpe certero terminó con su resistencia. Juan Turner, mi mano derecha, me pasó un paño sin pronunciar palabra, limpiándome las manos mientras yo observaba cómo el traidor caía inconsciente. Una sola orden mía bastó para que lo eliminara, tal como merecía.
Salí de aquel cuarto con el hedor a sangre impregnado en el aire, subiendo hacia mi despacho. Mientras caminaba, mis pensamientos me llevaron a otra vida, a la que nunca quise abandonar .
Jamás quise convertirme en este hombre frío y temido que soy ahora. Cada decisión, cada golpe, cada amenaza, era una armadura.
En el fondo, aún recuerdo aquel día en que confié con todo mi ser en alguien que creía mi amor verdadero, y cómo me traicionó con la persona que más confiaba. Ese recuerdo me persigue, como un filo que nunca se embota.
Había soñado con una vida diferente: convertirme en fiscal, servir a la justicia… una vida normal, lejos de la mafia, con una familia e hijos propios. Pero ese sueño se rompió de la manera más brutal imaginable: un día antes de mi boda, encontré a mi prometida enredada en la cama de mi hermano Vicenso.
Ese día, la parte humana dentro de mí murió. Desde ese momento, aprendí que no podía confiar en nadie, que las mujeres eran serpientes disfrazadas de inocencia. Y así, el hombre que alguna vez quiso amar, cuidar y vivir tranquilo, se convirtió en esto: implacable, temido, respetado… y solo.
En ese momento tocaron la puerta.
—Adelante —ordené .
Juan Turner entró con su habitual seriedad, con un portafolio negro bajo el brazo y el rostro imperturbable. Era un hombre eficiente, silencioso y leal, por eso ocupaba el puesto que tenía.
—Señor, vengo a darle seguimiento al último cargamento de armas que partió hacia Rusia—informó con tono firme.
Me giré hacia él, apoyando una mano sobre el escritorio de madera oscura.
—Espero que llegue sin contratiempos, Juan. No quiero más demoras con ese trato, ya tuvimos suficientes problemas con los intermediarios rusos.
—Todo está bajo control —respondió—. El cargamento salió escoltado y tenemos comunicación directa con los hombres de confianza. Llegará sin incidentes.
Asentí, satisfecho, pero algo en su tono me hizo fruncir el ceño.
—¿Y el otro asunto? —pregunté con frialdad, sin apartar la mirada de él.
—La negociación del compromiso no ha ido bien —dijo Juan con profesionalidad, aunque pude notar una sombra de preocupación en su mirada—. La otra parte se muestra reacia y desconfiada.
Fruncí el ceño, dejando que un escalofrío de irritación recorriera mi espalda. No soportaba que alguien cuestionara mi voluntad ni que dudaran de mi autoridad. La resistencia de esa mujer —Evanya— no era simplemente un obstáculo: era un insulto a mi paciencia y a mi control.
Recordé aquella mujer que, antes de acostarse con mi hermano, fingía ser recatada, prometiendo guardar su virginidad hasta el matrimonio. Todo fue una mentira. Esa hipocresía me enseñó a desconfiar de todas las mujeres, a verlas siempre como piezas movibles en un tablero que yo debía controlar.
—¿Desconfiada? —musité, con la voz baja y cortante, más para mí que para Juan—. Perfecto. Que se resista solo reaviva mi desprecio.
Le di la orden a Juan con voz sin titubeos: —Proporcióname toda la información sobre Evanya —sus movimientos, sus rutinas, sus horarios—. No quería sorpresas. Tenía claro dónde estaría y a qué hora, y ese conocimiento sería la pieza que desencadenaría mi siguiente movimiento.
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Al día siguiente, empecé a prepararme. Juan ya me había dado información precisa: Evanya estaría saliendo de la universidad a esa hora. Nada se me escapaba de las manos, y menos alguien que se atreviera a desafiarme.
Salí de la habitación y me dirigí a mi coche, con cada paso marcado por la determinación de imponer mi voluntad. Evanya intentaría ponerme a prueba, pero pronto aprendería que no hay lugar para la resistencia ante mí.
La intercepté en el camino a su casa. Su expresión oscilaba entre sorpresa y desafío cuando la hice subir al coche. Intentó resistirse, moviéndose con firmeza, empujándome ligeramente, levantando la voz:
—¡Suéltame! —exclamó, luchando por liberarse—. ¡No tienes derecho!
—No puedes hacer esto —replicó con firmeza, los ojos llenos de indignación—.
Se quedó en silencio un instante, mirándome con una mezcla de miedo y desafío, y finalmente preguntó:
—¿Quién… quién eres tú, en realidad?
Una risa corta y fría escapó de mis labios.
—Soy tu futuro esposo —dije con absoluta autoridad.
Sus ojos se abrieron con sorpresa, pero de inmediato frunció el ceño, recuperando su orgullo y desafío:
—¿¡Qué!? —exclamó, su voz temblando entre incredulidad e indignación—.
La sorpresa le duró muy poco; de inmediato comenzó a forcejear conmigo, un gesto inútil, absurdo, como si realmente creyera que podría liberarse de mí.
¡ Déjame! ¡Mi padre no puede venderme como si fuera un objeto! — Replicó.
—Te equivocas si crees que esto es opcional —dijo, pero su tono temblaba levemente, mezcla de miedo y rabia—. ¡No pienso ir contigo!
—¿Crees que tengo que escucharte? —la interrumpí, con voz cortante—. Tu opinión no cambia nada.
El color de sus mejillas subió, mezcla de indignación y temor, pero su orgullo seguía vivo en cada palabra y en la forma en que me enfrentaba con la mirada. Algo en ella me llamó la atención: una fortaleza diferente, un brillo de inocencia que nunca había visto en ninguna otra mujer. Pero eso no cambiaba nada. Era una herramienta, y debía cumplir su propósito.
—No… no puedes obligarme —insistió, esta vez intentando arrancar la puerta—. Esto es injusto, ¡inaceptable!
—Puedo —respondí, y mi voz se volvió aún más firme—. Y lo haré. Cada decisión, cada paso que doy, se cumple. No hay espacio para la negociación cuando yo decido.
Su resistencia era inútil, y lo sabía incluso si no lo admitía. Aun así, algo en su actitud hizo que una parte de mi mente, esa que ya casi no existe, se preguntara por un instante quién era realmente Evanya. Pero ese pensamiento murió antes de nacer. No hay lugar para la compasión en mi mundo.
La llevé de regreso a su casa, asegurándome de que comprendiera que a partir de este momento, nuestro matrimonio por contrato estaba decidido. Al bajarla del coche, me mantuve firme, frío, como un muro de acero que nada ni nadie podía atravesar.
—Recuerda esto —dije, antes de girarme y marcharme—. Tu resistencia no cambia nada. Todo lo demás será cuestión de tiempo.
Su mirada me siguió hasta que desaparecí, y aunque no lo admitiera ni ella ni yo, ese instante había marcado el inicio de un juego de poder que ninguno de los dos olvidaría.