Al llegar a la mansión, entré directamente a mi despacho. Juan Turner, como siempre eficiente y silencioso, vino detrás de mí. Había logrado amenazar con éxito a Evanya, obligándola a aceptar nuestro matrimonio; su resistencia, aunque notable, había sido inútil ante mi voluntad. Sin perder tiempo, le di una orden precisa a Juan: enviar un vestido elegante a la casa de Evanya.
No era un regalo, sino un recordatorio silencioso de quién tenía el control. Cada pliegue, cada detalle del encargo debía transmitir autoridad, dominio y la inevitabilidad de lo que ya había sido decidido. Juan asintió sin pronunciar palabra, consciente de que nada podía escaparse de mis instrucciones.
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~ Narra Evanya ~
Ver cómo colocaban ese vestido de novia con una delicadeza casi ceremonial frente a mí me parecía una burla indecente.
Era bonito —sí— y se notaba que era caro, mucho más que las prendas raídas de mi viejo armario. Aun así, solo tenía ganas de coger unas tijeras y destrozarlo hasta que no quedara nada; ese vestido no hacía más que recordarme mi miseria.
Las sirvientas salieron y, entonces, vi a Sabrina entrar en la habitación. Se detuvo frente al vestido y frotó la tela con descaro.
—Vaya, hermana —dijo, acariciando los pequeños diamantes incrustados con las uñas pintadas de rojo—. Es un vestido costoso. Hasta te envidio, ¿sabes? —su voz destilaba veneno puro.
No pude soportar más su desfachatez y me puse de pie con el hervor en la garganta.
—Si tanto me envidias, ¿por qué no tomas mi lugar? —le dije, clavándole la mirada.
Sabrina frunció el ceño y adoptó una mirada de tristeza teatral; yo sabía que era una actuación.
—Hermana, ¿cómo puedes ser tan cruel? —sopló, poniéndose el papel de víctima—. ¿Quieres que entregue mi juventud a ese hombre? Soy tu hermana menor, se supone que las hermanas mayores cuidan de las pequeñas.
Me reí, amarga.
—Por favor, Sabrina. No te hagas la santa; no te queda. Puedes engañar a nuestros padres, pero a mí no. Sé la clase de mujerzuela que eres, y no soy la única: toda la sociedad lo sabe.
Sus ojos se encendieron. El rostro que puso no era de sorpresa, sino de ira calculada.
—Solo estás celosa porque yo provoco atención y tú no eres más que un cero a la izquierda —me espetó—. Deberías agradecerme; gracias a mí no vas a ser una muerta de hambre. Te casarás con un hombre rico. No te morirás entre las paredes de esta mansión esperando a ese amor de infancia que te abandonó y ni te das cuenta.
Mi puño se crispó. Ella continuó, con una crueldad que cortaba.
—No te ilusiones, hermanita. Alistair , no dudará en desecharte. Quién sabe, quizá ni vivas para ver el mañana.
Aquel comentario me hizo contener un suspiro amargo. Sabrina siempre me había despreciado, pero ahora entendía que lo suyo no era simple crueldad: era envidia. Envidia porque, pese a todo su dinero, a todas las joyas y vestidos que se compraba, nunca lograba destacar como quería. La belleza, la atención, las miradas… siempre terminaban volviéndose hacia mí, aunque intentara esconderme tras la sencillez.
Sentí cómo se encendía la rabia y, antes de pensarlo, alcé la mano para golpearla. Pero en ese instante la puerta se abrió de golpe.
Isabel entró y Sabrina, sin esperar, corrió a abrazar a nuestra madre.
—Mamá, mi hermana dice que soy una mujerzuela —sollozó Sabrina, fingiendo indignación—. ¿Cómo puede ser tan mala? ¡Incluso trata de golpearme!
Los ojos de mi madre se volvieron carbón encendido. No me sorprendió cuando se acercó y me dio una bofetada que retumbó en toda la habitación. El dolor físico era feroz, pero lo que más me hirió fue la voz de mi madre, fría como un filo.
—¿Cómo puedes hablarle así a mi hija? —me recriminó—. Evanya, tú no eres más que una recogida en esta casa. Nunca te pongas a su nivel.
Las palabras me quemaron. Sentí que el dolor escarbaba en el centro de mi pecho, abriendo una grieta que no sabía cómo cerrar. Isabel tomó la mano de Sabrina; antes de salir, se volvió y me lanzó una última daga con la mirada.
—Ojalá llegue mañana para librarme de ti —murmuró con desprecio—. No eres más que un problema.
Caí sobre la cama en completo shock. El dolor me inundaba; ahora entendía que en aquella casa nunca me habían querido realmente. Veía las verdaderas caras detrás de las máscaras de quienes había llamado familia.
Sentía las lágrimas picar en mis ojos, pero no las dejé caer. Mi orgullo era más poderoso que cualquier llanto.
Pero aún así, no pude evitar que un vacío helado se instalara en mi pecho. Era como si el aire mismo se hubiera vuelto denso, imposible de respirar. En ese momento comprendí con brutal claridad que estaba sola. Nadie vendría a salvarme. Nadie estaba de mi lado. Y entonces, como un golpe que me recordó mi impotencia, vinieron a mi memoria las palabras de Alistair del día anterior: su amenaza, su frialdad, la forma en que me había hecho entender que mi voluntad no valía nada.
Su voz resonó en mi mente, afilada y calculadora, y comprendí que mi destino estaba sellado. Todo a mi alrededor, cada pared, cada lujo de esta casa, se convirtió en una prisión. Si quería sobrevivir, si quería mantener algo de dignidad, solo podía hacerlo por mí misma.
Me quedé sentada un largo rato, con la mirada perdida en el vacío. Sentía el pecho oprimido, como si algo me apretara desde dentro. De pronto, una idea se abrió paso entre el caos de mis pensamientos, tan clara que me erizó la piel. Huir. Comprendí que esa era la única solución, mi propio corazón lo exigía. No podía seguir allí, esperando a ser devorada por el odio de mi familia o las amenazas de Alistair.
La idea me asustaba. ¿Y si algo salía mal? ¿Y si me atrapaban antes de llegar lejos? Pero incluso con el miedo latiendo en mis venas, comprendí que quedarme sería una condena segura. Huir era mi única salida, la única forma de seguir siendo yo.
Asentí para mí misma, con una determinación que brotó del mismo vacío que me estaba consumiendo. No tenía un plan, ni ayuda, ni destino claro. Pero tenía algo más fuerte que todo eso: el deseo de no seguir viviendo bajo el yugo de nadie.
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Cuando la noche llegó, ya tenía un bulto preparado a mi lado. Miré el reloj: exactamente la 1:30 a.m. Todos en la casa dormían. Respiré hondo, sintiendo un nudo en la garganta.
Salí de mi habitación con cautela, dejando la puerta entreabierta, como si temiera que alguien pudiera verme. Avancé unos pasos por el pasillo oscuro, con el bulto apretado contra el pecho. Cada crujido del suelo me hacía contener el aliento. Me detuve frente a la escalera, mirando hacia abajo, temiendo que alguna puerta se abriera o que alguien bajara en ese momento.
Por un instante dudé; la incertidumbre me paralizó. ¿Y si no debía hacerlo? ¿Y si todo salía mal?
Pero recordé la sensación de asfixia que me daba aquella casa. No había otra opción. Mi mirada se perdió un instante hacia la puerta principal, y supe que ahí, afuera, estaría Tiffany… mi única amiga, la única que podría ayudarme.
Con un último suspiro, apreté el bulto contra mi pecho y tomé la decisión. Salí de la casa sin mirar atrás. Nadie controlaría mi vida. No tenía por qué pagar los errores de los demás, aunque fueran las personas que me dieron techo y comida durante años.
Solo había una cosa de la que estaba segura: Alistair Ferraro se quedaría plantado en el altar.