~ Evanya ~
El silencio que reinaba en la sala era insoportable. Nadie se atrevía a mirarme.
Aún sostenía el contrato entre mis manos, arrugado, con las letras temblando frente a mis ojos. Sentía un zumbido constante en los oídos, como si el mundo entero se hubiera vuelto ruido.
Mi respiración era un hilo quebrado.
No entendía nada.
No podía entenderlo.
—¿Por qué están haciendo esto? —repetí, apenas logrando que mi voz saliera.
Mi madre bajó la mirada, pero mi padre… él sí me enfrentó.
No había culpa en su rostro, solo una determinación seca, casi vacía, que me heló la sangre.
—Porque no tenemos otra opción —dijo al fin.
Sus palabras fueron como una bofetada.
—¿Qué…? —alcancé a decir, dando un paso atrás—. ¿Cómo que no hay otra opción?
—Evanya —intervino mi madre, intentando sonar calmada, aunque su voz temblaba—, tu padre… tiene problemas.
Lo miré, esperando una negación, una explicación razonable, algo que diera sentido a todo aquello. Pero él apartó la vista, caminó hacia la ventana y se pasó una mano por el cabello con frustración.
—No son simples problemas —gruñó—. Estoy arruinado.
El suelo pareció moverse bajo mis pies.
—¿Arruinado? —murmuré, sin comprender—. No… no puede ser.
—Le debo dinero a ese hombre —continuó, su voz cargada de ira y vergüenza—. Millones. Y no puedo pagarlos.
Lo observé con incredulidad, sintiendo cómo algo se desgarraba dentro de mí.
Cada palabra suya caía sobre mi pecho como una piedra.
—¿Y por eso piensas entregarme? ¿Como si fuera una moneda de cambio?
—No me dejas alternativa —respondió sin mirarme—. Me dio una oportunidad… y la voy a tomar.
Una oportunidad.
Eso llamó a la risa amarga que se me escapó sin control.
—¿Una oportunidad? —repetí con una sonrisa rota—. ¿Así llamas a venderme a un criminal?
Mi padre se giró bruscamente hacia mí, sus ojos ardiendo de rabia contenida.
—¡Basta, Evanya! No entiendes lo que está en juego.
—¡Claro que no lo entiendo! —grité—. Porque soy la única aquí a la que no le deben nada.
Mis palabras lo hicieron tensarse.
Lo vi apretar los puños con fuerza, respirando con dificultad. Por un instante, pensé que me golpearía, pero en lugar de eso, lo escupió con rabia, sin rodeos:
—Le debo millones a ese hombre —repitió, casi gritando—. No puedo pagarlos, y por eso me dio una oportunidad: entregarle a mi hija. Y como ves, jamás haré algo así con Sabrina. Por eso tú vas a usurpar su lugar.
Lo miré, horrorizada, intentando asimilar lo que acababa de decir.
—¿Usurpar su lugar? —susurré—. ¿Me estás escuchando? ¡Eso no es un trato, es una condena!
Mi voz se quebró, y las lágrimas que había intentado contener comenzaron a caer.
—¡Pero Sabrina… ella es la que debe casarse con Alistair, no yo! —grité con todas mis fuerzas, sintiendo cómo la desesperación se me trepaba por la garganta.
Clayton me miró con la paciencia cruel de quien ya lo ha decidido todo. Mi réplica no hizo que cambiara de opinión; sus ojos eran planas monedas de indiferencia.
—Sabrina no puede —dijo, con una calma que helaba—. No entregaré a mi única hija a un demonio despiadado como ese.
“Mi única hija.”
Las palabras resonaron dentro de mí, como si me hubieran arrancado el alma.
En ese instante lo comprendí todo: no solo no era su hija biológica, tampoco era su prioridad, ni su amor, ni su familia. Solo era la pieza sobrante en un tablero que ellos mismos habían armado.
—Entonces… —mi voz salió apenas audible—, ¿me sacrificas porque soy la adoptada?
Ninguno de los dos respondió.
Mi madre bajó la mirada, y el silencio confirmó lo que mis palabras ya sabían.
Una sensación de vacío me atravesó. Todo lo que alguna vez llamé hogar se desmoronaba frente a mí.
—Ustedes… —susurré, con las lágrimas empañando mi vista—, ¿alguna vez me quisieron de verdad?
Mi padre no contestó. Se limitó a mirar hacia la chimenea, con los labios apretados.
Al ver que no podía remediar nada con él, un nudo se formó en mi garganta y corrí hacia donde estaba Isabel, buscando en ella un refugio que jamás había existido.
—Madre… por favor, di algo… no dejes que me hagan esto —rogué, aferrándome a su brazo, buscando un atisbo de compasión.
Isabel me miró con frialdad. Sus labios se tensaron, y su voz salió dura, cortante:
—Evanya, deja de comportarte como una niña. Esto no tiene discusión. Lo que Clayton decidió, se hará. Y tú… simplemente… debes acatarlo.
El golpe de sus palabras me atravesó como un cuchillo.
Mi cuerpo se estremeció.
Sentí que el aire me faltaba, que todo lo que me mantenía en pie se desvanecía. Intenté hablar, pero mi garganta era un nudo de llanto y dolor.
Los miré uno por uno, esperando encontrar algo de arrepentimiento, una chispa de humanidad. Pero no había nada.
Solo rostros fríos, vacíos, ajenos.
Me di cuenta entonces de que estaba completamente sola.
El amor que creí tener, los lazos que pensé que nos unían, todo había sido una ilusión.
En ese instante comprendí que ya nada volvería a ser igual.
Solo estaba yo, mi impotencia y la crueldad de quienes debían amarme.