Adriano había salido a la terraza tras oír los primeros gritos, su corazón un puño de hielo en el pecho. Lo que vio desde la distancia lo paralizó: Aurora en el suelo, llorando, y Sofia, con el brazo alzado y el rostro deformado por una rabia que reconocía demasiado bien. Pero antes de que pudiera moverse, una fuerza más rápida y feroz que la suya había entrado en escena.
Alexandra.
La vio caer sobre su hija como un escudo viviente. La oyó rugir, una voz que no sabía que poseía, cargada de una autoridad maternal tan absoluta que erizó su piel. La observó, hipnotizado, mientras se enfrentaba a Sofia, no con lágrimas o súplicas, sino con una dignidad cortante y una furia glacial que hacía que la rabia de Sofia pareciera un berrinche infantil.
Y no intervino.
Por primera vez, comprendió que no era necesario. Que Alexandra no necesitaba su protección. Ella era la protectora. Ella era el muro entre su hija y el peligro. Y verla así, transformada en una leona por el amor a Aurora, fue el pu