El invierno en Venecia envolvía el palacio en una quietud gélida, pero dentro, en la suite de Alexandra, ardía el fuego de la vida. Los meses habían pasado con una calma tensa. El muro de Alexandra seguía en pie, pero ya no era una fortaleza inexpugnable, sino más bien una cerca alta tras la cual ella cultivaba su jardín interior, protegiendo al ser que crecía en su vientre.
Adriano había cumplido su palabra. No había presionado. Su presencia era un susurro constante de apoyo: un libro dejado sobre su mesa, una manta extra en su butaca favorita cuando hacía más frío, la discreta pero férrea seguridad que velaba para que ningún periodista o fantasma del pasado se acercara a ella. Aprendió el lenguaje de su silencio y lo respetó.
El día del nacimiento llegó con un amanecer pálido y gélido. Las primeras contracciones despertaron a Alexandra con un dolor familiar pero ahora cargado de una esperanza nueva. No llamó a Adriano. Fue Ginevra, alertada por los sonidos apagados que llegaban de l