Las semanas se habían convertido en un monótono paisaje de dolor. Alexandra funcionaba como un autómata: despertar, evitar a Adriano, pasar cada segundo posible con Aurora, estudiar mecánicamente y retirarse a su suite, donde el silencio era su único compañero. El mundo había perdido su color, su sabor. Solo la risa de Aurora lograba atravesar, brevemente, la niebla gris que la envolvía.
Fue el cuerpo el que dio la primera señal de alarma. Un cansancio profundo que no cedía con el descanso. Luego, las náuseas matutinas que atribuyó al estrés y al dolor. Pero cuando un olor, el del café que solía adorar, la hizo salir corriendo hacia el baño una mañana, un presentimiento frío y pesado comenzó a germinar en su interior.
No. No podía ser.
Se miró al espejo, su rostro estaba pálido, con ojeras marcadas. Sus manos temblorosas se posaron sobre su vientre plano. La memoria, traicionera, la transportó de vuelta a esa noche horrible. La violencia, el dolor, la mancha de sangre en las sábanas…