Los días siguientes a la confrontación se desarrollaron en un silencio sepulcral. El palacio, que por un breve y glorioso momento había resonado con risas, se convirtió en una tumba de mármol. Adriano intentó, con una desesperación torpe y tardía, romper el hielo que ahora lo separaba de Alexandra.
Mandó flores a su suite—orquídeas blancas, como las de su boda. Al día siguiente, las encontró perfectamente dispuestas en un jarrón en el vestíbulo principal, un gesto de una cortesía impersonal y gélida que lo hirió más que si las hubiera tirado a la basura.
Intentó esperarla para el desayuno, pero ella ahora comía en su habitación o en la cocina con el personal, en los mismos horarios impredecibles en los que él no estaba. Cuando por fin se cruzaban en un pasillo, ella bajaba la mirada o la desviaba, pasando a su lado como si fuera un mueble más, una columna de mármol sin importancia.
—Alexandra, tenemos que hablar —le dijo una vez, bloqueándole el paso hacia la biblioteca.
Ella se detuv