La luna llena sobre el Gran Canal era un disco de plata perfecto, arrojando un sendero de luz líquida sobre las oscuras aguas. En el silencio de la noche, el palacio parecía contener el eco de las risas de la fiesta, como si la felicidad se hubiera impregnado en sus piedras centenarias. Alexandra, sin embargo, no podía dormir.
La emoción del día, el abrazo de Aurora, esa palabra—"mamá"—y, sobre todo, la mirada de Adriano, la mantenían en un estado de agitación febril. Necesitaba hablar con alguien. Necesitaba sacar el torbellino de sentimientos que la embargaba antes de que la arrastrara por completo.
Con manos temblorosas, tomó su teléfono. La hora en Venecia era avanzada, pero en Nueva York sería temprano aún. Marcó el número de su única y verdadera amiga, Elisa. Se conocían desde la universidad, y Elisa era la única persona a la que Alexandra le había contado la verdad sobre su matrimonio, en llamadas furtivas y llenas de lágrimas durante los primeros meses.
—¿Alex? ¿Estás bien? —l