La furia de Adriano era un volcán a punto de entrar en erupción. La aparición de Sofia, su descarada reclamación sobre Aurora y, sobre todo, el veneno que había dirigido hacia Alexandra, había removido todo lo que había logrado enterrar en los últimos años. No podía permitir que ese fantasma envenenara su presente, el frágil equilibrio que, para su sorpresa, había comenzado a encontrar.
No esperó a que Sofia actuara. Esa misma noche, después de asegurarse de que Aurora estaba profundamente dormida y de que Alexandra se había retirado a su habitación—no sin antes intercambiar una mirada cargada de preocupación mutua—, tomó su teléfono y marcó un número que creía borrado para siempre.
—¿Adriano? —la voz de Sofia sonó sorprendida, y luego triunfante—. Sabía que recapacitarías. Un padre no puede—
—Cállate —cortó él, su voz un rugido sordo—. Estaré en el Hotel Danieli en media hora. Si no estás en el bar, olvídate de volver a intentar ver a Aurora. Es tu única oportunidad.
Colgó antes de q